lunes, 30 de agosto de 2010

Vivíamos en un palacio / 10. Todo estaba en el Calleja

El otro volumen de mi biblioteca personal era un pequeño diccionario enciclopédico de casi mil cuatrocientas páginas, editado por Calleja y que también había pasado por el taller del ecuadernador Nicolás: octavo mayor, holandesa con puntas hoy perdidas, gofrados en lomo y tejuelo con cartela dorada. Un tesorillo. Lo tengo delante ahora, mientras escribo, y descubro que puede seguir siendo un fiel compañero. Ya no cumple el papel que le asigné entonces, cuando me sirvió para disimular soledades, pero ahora me valgo de él para desencadenar la memoria secuestrada. Allí venía desde el ‘ascensor hidráulico’ hasta ‘Zuinglio’, sacerdote escritor y heresiarca suizo (1484-1531), como enseña la entrada: todo lo que no dábamos en las clases venía en el Calleja. En una de sus láminas en color aprendí a diferenciar entre diez clases de toros de lidia según la pinta y la encornadura.

Y en otra titulada Geografía Física, viene un paisaje lleno de accidentes que todavía hoy me traiciona en los ejercicios de relajación, “ahora relájese e introdúzcase en el paisaje”, porque yo siempre acabo entre el 57, que son los cerros y el 66, que es el volcán; así que casi nunca entonces conseguía la “composición de lugar” ni ahora relajarme. Eso me pasa por no quedarme en el 8, que es la cala. Pero lo más llamativo y también lo más prohibido del Calleja era cuanta materia se refería a la Mitología y sus derivaciones artísticas: dioses y héroes que velaban sus vergüenzas detrás de tapacojones de acanto o de parra, Venus y Adonis de los maestros venecianos y flamencos que exhibían con descaro las vaguadas del pubis. No había yo reparado en el grave peligro que podía acarrear el Calleja hasta que alguien de más arriba, no recuerdo quién, me lo hizo notar, “deberías retirar de la circulación el diccionario”, porque la verdad es que circulaba de mano en mano continuamente, “a no ser que…”. El a no ser que consistía en que el futuro papa debía censurar láminas y viñetas como un bragetone; así que me apliqué en el oficio de censor pegando sobre aquel Olimpo alfabético apósitos cortados a medida con la materia prima que proporcionaban las tiras de papel trepado de los sellos. Era algo parecido a lo que hacía la hermana con las mariquitas, vistiendo el recortable de novia o de enfermera de Auxilio Social, aunque con diferencias, porque lo mío no era un juego, sino la labor de un sastre postridentino. Muchos años después me propuse restaurar la imagen limpia y original de aquellos coritos y, cuando lo pensé mejor, desistí. El Calleja estaba mejor así, como ahora lo contemplo, con su rastro de censuras ingenuas y caseras.

domingo, 22 de agosto de 2010

La Big-Band de Bob Sands y Ruy-Blas: Sinatra for Torquemada

Diez de la noche, veinticinco grados, la luna camino de su plena redondez. El Claustro de los Reyes en Santo Tomás de Ávila es durante la próxima hora y media la fábrica de los sueños. Aquí están Bob Sands y sus diez y seis músicos para llevarnos, de la mano y la voz de Ruy Blas, a aquel cine al que llegamos tarde porque las películas musicales de los años treinta, cuarenta y primeros cincuenta eran cosa del otro bando. La música de Minelli, de Sammy Cahn y Cole Porter. La presencia en el escenario de la memoria de Sinatra, Fred Astaire y Ginger Rogers y todas las figuras que aparacían en los carteles de mano que repartían en El Grande. Todo es evocación, vinilo y celuloide de colección esta noche: Fly me to the moon, Summer wind, Strangers in the nigh, My Way…
Cuando al final del concierto el maestro Ruy Blas, que nunca será Sinatra aunque ni a él ni al público nos importe, dedica una canción a los padres dominicos, los dueños del patio, Torquemada se asoma por alguno de los cien vanos con una cámara digital y, clic, dispara para tener la prueba que le permita entregarnos a todos, a los mil espectadores y los veinte de la banda entre músicos y técnicos, al tribunal del Santo Oficio. Pero que nos quiten lo bailao. También me parece ver asomado detrás de algún pilar a Jovellanos, al obispo de Tonkin y a un oficial de la Legión Cóndor que anda desvelado: fantasmas del pasado.
Lo menos bueno del concierto, la megafonía: sobraba como la mitad. Un programita de mano para el recuerdo tampoco habría estado de más.

domingo, 15 de agosto de 2010

Yo soy más de Tomás Gómez

No milito en las filas del PSOE (alguna vez lo he votado, allá por los 80). No tengo, pues, arte ni parte en las elecciones primarias que van a celebrar. Pero obligado a escuchar y ver noticias sobre la batalla de Madrid, mi segunda-primera ciudad, que ya ha sido puesta en maqueta por el alto estado mayor de Blanco, Pajín, Zapatero y todo el museo de cera, tengo algún derecho a opinar. Votaría a Tomás Gómez, aquel alcalde de Parla (les juro que Parla era solo un topónimo antes de que él lo levantara, lo comprobé cuando fui visitar a la tía Pilar de Pradosegar, recogida allí con sus 100 años a cuestas), un tío que levanta pesas de 100 kilos, sí, sí, 100, y sabe esquivar los navajazos que le trazan desde el aparato. Solo por eso ya lo votaría, que lo demás, lo de las estadísticas, las posibilidades y toda la mandanga de la política, me tiene sin cuidado. Parla es hoy un lugar habitable del sur de Madrid, aunque no todo se lo deban a Tomás Gómez, todo hay que decirlo. Pero estos alcaldes que se dejan el pellejo en su pueblo o en su ciudad me parecen gente de bien. En honor de este hombre solo ante el peligro, inauguro hoy una nueva etiqueta que voy a titular Pie forzado. Mis disculpas a los reporteros gráficos pirateados. Siempre los citaré.

-¿Y dices que era alcalde de Parla? ¿Pero de Parla, Parla? Yo es que me descojono.

(Foto de CLAUDIO ÁLVAREZ.- El País, 13 de agosto de 2010)

viernes, 13 de agosto de 2010

¡Adiós, mundo cruel!

Lesmes Andueza cometió el error de entrar en una red social. Él, que lo más social que había visitado en su vida era el salón de La Cacharrería del Ateneo, donde alternan los ronquidos de la siesta con las tertulias sobre Teosofía y el porvenir de la tercera República. Le había llegado la invitación golosa de una antigua amiga, que vaya usted a saber cómo lo había encontrado, "Cuca Mona quiere ser tu amiga, etc..." y claro, lo pilló en momento bajo, como siempre, y le dió al intro y fue como entrar en un universo de gentes que lo querían, lo invitaban a ser su amigo, le enviaban fotos, en fin, un agobio. Cuando Cuca Mona colgó una imagen suya en Ibiza amachambrada con un maromo mucho más joven que ella, sintió que la galería de retratos que cuelga del pasillo de La Cacharrería se convertía en un coro de risas ofensivas. Después fue lo de aquel alumno suyo, al que había suspendido dos años seguidos porque no era capaz de distinguir entre Sócrates y Kant, el que lo localizó para zaherirlo (Lesmes siempre prefiere las palabras intensas) con puñaladitas que solo apreciaba él, pero, ¡qué dolorosas! Y el colmo, cuando le llegó la invitación de un grupo de viejos, pero muy viejos amigos, de la carrera para asistir a un funeral por los ya fallecidos.
Lesmes Andueza se levantó la mañana del 13 de agosto, después de una noche de pesadilla en la que se le había aparecido la humanidad entera pidiendóle "quiero ser tu amigo", con un propósito claro: suicidarse, desaparecer, hacerse invisible, volver al limbo de paz donde ya nadie le llamara de tú, le metiera en círculos de espiritismo y heráldica, le enviara recetas del pastel de cabracho, le propusiera viajar en grupo...
Así que entró en FACEBOZ, como él llamaba a la red aquella, buscó los vericuetos del borrado, escribió como tres veces las palabras mágicas esas que se ponen en tipografía temblona y blanda para confirmar las últimas voluntades, se asomó al precipicio oscuro del mundo real, en el que nadie le saluda a uno si no es "un conocimiento" y se arrojó al vacío aliviado.
Ahora Lesmes Andueza se siente libre. Tan libre, que ha prometido no volver a mirar los retratos de la galería del Ateneo. No lo busquen en las redes. Ya no está.

domingo, 8 de agosto de 2010

Veraneante playero

Ocho y media de la mañana. El paseante recorre la playa por la orilla dejando que el agua le mordisquee los pies. No consigue explicarse por qué apenas hay dos docenas de personas en un kilómetro y, sin embargo, toda la primera línea frente al mar aparece sembrada de sombrillas, como si se tratara de lepiotas que han nacido con el sol de levante. Decide investigar. ¿Las habrán dejado plantadas desde ayer? La respuesta no se hace esperar. Desde el fondo del paseo marítimo avanzan en batería mujeres bien pertrechadas con sillas plegables y sombrillas enfundadas. Llegan a la orilla, calculan la declinación del sol y deciden «aquí». A continuación, colonizan pequeñas parcelas que consideran aceptablemente despobladas, miran con recelo al paseante temiéndose que pueda afanarles algo y, finalmente, se retiran temibles y con paso marcial por donde han llegado. El paseante se las imagina vigilando desde las terrazas los asentamientos.
Nueve y media de la mañana. Comienzan a llegar los hombres. Traen puestas las ojeras del aburrimiento y la noche sofocante. Rastrean el territorio y, cuando encuentran los campamentos que han plantado sus gordis, allí se repatingan, fuman y muchos se ponen a leer. Sobre las diez y media llegan ellas con los críos, los bolsos y las neveras.
El paseante prosigue con su trabajo de campo, ahora sobre hábitos de lectura: ¿qué leen? Es evidente que hay mono de fútbol, porque la mayoría prefiere el Marca. Luego están los de la prensa nacional y regional, todos muy cariacontecidos. Una chica ha decidido intoxicarse con la última de Larsson, pero el paseante piensa que allá ella, cada una hace con su tiempo lo que quiere. El paseante decide tirarse el moco y despliega un número atrasado de Ínsula, que se ha llevado al Mediterráneo para leer unos artículos en torno al canon literario, que como todo el mundo sabe es asunto del mayor interés. Frente al mar comienza a haber niños con pelotas vigilados por sus madres. Hay un gafitas que ha elegido sumergirse en la lectura de un Jarripóter.
Las doce en el reloj, beato sillón de Guillén, pero este no el reino de la plenitud, sino del llenazo. Las exiguas fronteras entre asentamientos se han ido reduciendo. El grupo familiar ha devenido en tribu y la tribu en nación, hasta que las tres primeras líneas de playa se convierten en legión macedónica que no deja ver el Mediterraneo de Homero, ni siquiera el de Serrat.
Uno de la meseta (se le nota en el el tostado albañil de antebrazos y escote) pone la única nota racional de la mañana espléndida, con bandera verde en el mástil del socorrista:
-No sé para qué hemos venido -dice, mientras se le ve añorando el huerto que tiene plantado en el pueblo, con su nogal de sombra envolvente. Y se le ve echando cuenta de lo que le va costar lo de desconectar o cargar las pilas, como dice el gilipollas de su yerno. ¡Dita sea!
El paseante se retira y da por terminado su trabajo de campo. Esto, piensa, no da ni para un triste artículo. Es lo de simpre.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Vivíamos en un palacio / 9. Los meones


No estaba permitido abandonar el dormitorio si no era por causas mayores, un eufemismo que encerraba el significado vergonzante de algo para lo que no acabábamos de encontrar expresión adecuada. Cada uno tenía debajo de la cama su perico por si aparecía la necesidad menor, que era casi todas las noches. En la madrugada escuchaba atento el ruido ondulado del pis (la palabra era allí cursi, de niño de ciudad) chocando contra la caja de resonancia del bacín y yo jugaba, escondido en la oscuridad, a averiguar a los pies de qué cama era el suceso. Por la mañana, tras las palmadas y el saludo inicial, “Ave María purísima”, una procesión de orinantes con la ofrenda de su bacín se dirigía a algún lugar con objeto de dejarlo listo para la noche siguiente. Lo de hacerlo a los pies de la cama era la norma, por lo que ya teníamos cuidado de dejar el orinal a mano. La broma de algunos consistía en aprovechar el primer sueño y hacerlo en el perico de otro, imaginaba yo que tirando de algún registro sordo para apagar la melodía de la fuga.
Aquella obsesión de las noches, que tenía mucho que ver con el sentimiento de soledad y también con la música (aunque entonces no habría sabido explicarlo), me llevó a orinarme en la cama cada madrugada. Así fue como me convertí en miembro del grupo de “los meones”, calificación degradante que nos pusieron los compañeros “sin ninguna caridad”, a tres o cuatro niños que amanecíamos mojados. Colchón, sábanas y hasta la almohada pendían por la mañana como colgaduras delatoras de las ventanas que miraban a Gredos, como señales de socorro.
Alguien tomó una decisión: llevarnos a un dormitorio pequeño que daba a un patio interior para que nos meáramos sin escándalo ni escarnio. Y allí fuimos a parar. Desde arriba, el suelo empedrado del patio neoclásico llegó a ser alguna vez un reclamo oscuro y lejano, “efecto de las malas lecturas”, advirtió el padre espiritual cuando se lo confesé, “no pienses más en ello, reza un padrenuestro y tres avemarías”. A eso de las tres, entraba don Bernardino en el dormitorio y con amabilidad exquisita, como siempre hacía él las cosas, nos llamaba, “Jesús, arriba”, para tratar de que no ocurriera lo inevitable. Su sacrificio era en vano. Hasta que una mañana, sin previo aviso, supe que aquello no iba a volver a ocurrir. Así se lo comunique a don Bernardino. Él prefirió darse de margen unos días antes de decidir que podía volver a la sala de los conciertos nocturnos y me devolvió a la normalidad en cuanto se aseguró de que se había producido el milagro, “ves, eso ha sido porque has rezado todas las noches a la Virgen”. Los otros meones tuvieron que rezar algunos meses más.