Son las seis de la tarde, ya es de noche. Veo pasar hacia Plaza de Armas un camión y músicos con instrumentos y allá me voy detrás, tratando de espantar el sentimiento de hallarme en tierra de nadie. En la plaza, todavía están los libreros de viejo, mis amigos, a la espera del milagro de que alguien quiera a esas horas un ejemplar de la revista Bohemia o una postal del Che conversando con Camilo. En unos minutos, frente al palacio de los Capitanes Generales, se monta la megafonía, colocan el estrado para el director y van sentándose los músicos. Los libreros abandonan sus puestos y forman con sus sillas un patio de butacas improvisado, y el resto de espectadores buscamos acomodo pegados a los músicos. Son los maestos de la Banda Nacional de Conciertos, conducidos por una joven directora que despliega ante ellos una armonía de expresión corporal en la que conviven ademanes de director clásico a la europea con otros de contenido desparpajo caribeño. Saxos, contrabajo, trompas y trompetas, oboes, cajas... interpretan melodías luminosas que no conozco y alguna canción de Navidad yanki que deja de ser imperialista por unos minutos. Una hora de concierto. Cuando finaliza, converso brevemente con la directora, le agradezco el regalo de la tarde y le anuncio que escribiré sobre el concierto, la experiencia más hermosa de estos días en La Habana. Es La Habana culta, que también existe.
La Nochebuena en el avión es rara. Somos 49 pasajeros para 51 filas, así que colonizamos el monstruo a nuestro antojo. Iberia no ha preparado turrón ni cava, solo la bazofia de siempre y una fría alusión del capitán a la cosa de la Navidad. El sobrecargo no lleva gorrito de Papa Noel ni las azafatas cantan El pequeño tamborilero: un desastre; así que nos acostamos todos, a cuatro butacas por viajero y mañana Dios dirá. Levanto la cabeza por encima de mi fila y el panorama es desolador. No se ve un alma, excepto un viejo extravagante que, cuando le ofrecen té pide café, y cuando café, té hasta que logra sacar de quicio a la azafata. A la salida, la tripulación nos sonríe: "Feliz Navidad". "Eso", correspondo.
... y todos en casa evocando aquellos tan lejanos años en los que se partía un turrón de almendras y otras cosas por el estilo que nadie, de mi generación para abajo, cree haber visto en la casa materna. El desencanto se ha pintado en el rostro de mi país y yo traigo, como las fotos de La Habana, en blanco y negro el corazón.
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