San Antonio podría ser el salón de Ávila, como lo es en Palencia el de Isabel II, en Valladolid el Campo Grande, San Francisco en Oviedo o la Alameda de Cervantes en Soria. Un salón más pequeño, sí, pero al fin y al cabo un salón, es decir, un paseo arbolado en medio de la ciudad, un locus amoenus donde juegan los niños y cuentan la mili los viejos, un lugar sin estorninos, botellones ni otras plagas. Eso se consigue amando los lugares y apreciando su valor histórico y social. Así que enhorabuena al Ayuntamiento si es para siempre y si los estorninos no cambian de barrio, que ya empiezo a verlos probando, probando por la Catedral y algunos otros lugares.
Y ya puestos, vamos ahora con las palomas.
Quienes vivimos dentro del casco histórico, intramuros, cumplimos una misión: demostrar a los turistas que esto todavía no está muerto, que vivimos en las mismas calles donde nació Victoria, creció Teresa de Ahumada y murió ajusticiado Bracamonte. Pero queremos vivir limpios y sanos, ya que no ricos. Ávila centro (estoy oyendo ya decir a algunos: ¡huy, si solo fuera el centro!), Ávila centro, repito, está invadida por palomas. Ya sé que la paloma es un animal con buena prensa desde lo de Noé y el ramito de olivo. También ayudó mucho el soporte simbólico de la Tercera Persona en el misterio de la Trinidad. Y no digamos la Paloma de la Paz de Picasso y el bellísimo poema de Alberti Se equivocó la paloma. Pero lo cierto es que las palomas que conviven con nosotros, en nuestros balcones, en calles, plazas y tejados son una plaga de aves guarras, ratas con alas que transmiten enfermedades como la ornitosis, neumonía, endocarditis, hepatitis e incluso encefalopatía y alveolitis alérgica. Y sobre todo, asco, mucho asco, asco extrínseco y esencial cuando cada mañana vemos nuestros balcones adornados con sus excrementos, cuando tenemos que descastar los nidos que hacen delante de nuestras propias narices, cuando tenemos que contratar servicios de limpieza extraordinarios para limpiar tejados, canalones y bajantes. Patios interiores convertidos en corrales inmundos, balcones que son estercoleros (uno en la misma entrada de la casa consistorial, amenazando a quien esté tomándose una copa en los barriles de los soportales); conjuntos escultóricos, como el de la capilla de Las Nieves, guarreados y repugnantes. Cuando llueve, el hedor es insufrible. No vale con pasar la maquinita a las siete de la mañana por las calles para limpiar lo que ve la suegra. No vale con instalar jaulones y “controlar” la población. No se controla la población de ratas, se las extermina simplemente. Ecologistas, viejecitas bienintencionadas que las alimentan con amor, defensores de los animales, protéjannos a nosotros, los herederos de las casas de Jimena Blázquez, el judío Andrín, Ochoa de Aguirre y Eusebio Pérez. Nosotros somos animales inofensivos, amables, no transmitimos bubas ni tercianas. Solo queremos vivir en paz sin palomas de la paz. Prometemos seguir informando con amabilidad a los visitantes de cómo llegar a La Santa, dónde se puede tapear antes del chuletón y en qué pastelerías se compran las mejores yemas; pero protejan la salud de esta especie a extinguir que somos, que se resiste a marcharse a vivir al quinto carajo.
El único palomar que visito voluntariamente, con agrado, es el de Gotarrendura porque allí no queda una sola paloma. Se han venido todas a mi barrio.
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