domingo, 29 de noviembre de 2009

Fuga lenta

La memoria novelada

Juan Martínez de las Rivas
Fuga lenta
Barcelona, Acantilado, 2009


La memoria novelada, si el lector conoce personalmente al autor, siempre añade desconcierto al que de por sí aporta el género. ¿Sería la mili de Muñoz Molina como nos la ha contado en Ardor guerrero? ¿Hasta dónde transforma su infancia Terenci Moix en El peso de la paja para convertirla en materia narrativa? ¿Cuánto hay de artificio interno en Coto vedado de Juan Goytisolo? Al final el lector, que pretende tener bien ordenada su biblioteca, no sabe si colocar el libro en la estantería de memorias o en la de novelas. Es el inconveniente de querer tenerlo todo bien clasificado.
Juan Martínez de las Rivas es un médico de Ávila que acaba de publicar su primera novela, Fuga lenta, en Acantilado: el sueño de cualquier primerizo. Desde ahora no sabremos si referirnos a él como un médico de Ávila que escribe novelas o un novelista que ejerce de médico en Ávila. Su irrupción en el mundo de la literatura y la excelente acogida de la crítica que está teniendo nos recuerda aquel suceso excepcional que se produjo en 1961 cuando otro médico escritor, Luis Martín-Santos, publicó Tiempo de silencio.
Desde el arranque sabe el lector que el narrador puede estar contándole una historia personal. Pero, a medida que avanza en la lectura, irá abandonando la actitud de “curioso lector” y cambiándola por la de “lector fruente”, que ha aprendido con los años a distinguir la buena literatura y a disfrutar de ella. Mediante la técnica del distanciamiento narrativo, Martínez de las Rivas nos obliga a olvidar que lo narrado es una historia personal, y seguimos el relato de iniciación a la vida prendidos de su prosa diáfana, selectiva en recursos formales y rica en el léxico. No nos hubiera importado no conocer al autor, no haber participado en algún grado en la experiencia vital del argumento, porque la lectura nos ha convencido de que estamos ante una novela excelente.
Llama la atención la libertad del autor para salpicar la narración de un léxico subjetivo compuesto por palabras en desuso, que encajan allí como si no hubiera otras posibles: ‘desapesarar’ (al huérfano), ‘andulear’ (por la ciudad), ‘menuzo’ (comestible), (escuchaba) ‘retingles’, ‘brollantes’ (de espuma), ‘desmodelada’ (figura), etcétera. Quizás sin proponérselo, con este y otros recursos el autor ha ido dejando esparcidas en la narración pinceladas poéticas que apoyan la hipótesis, finalmente confirmada, de que no estamos ante el ajuste de cuentas por una infancia y adolescencia difíciles. La historia aquí narrada en primera persona es, más que una incursión en el pasado, una excursión por paisaje reconocido como propio pero no acotado como exclusivo. La peripecia familiar, aun siendo interesante, juega un papel más relevante que el de servir de telón de fondo: es la matriz que va modelando la personalidad del “héroe”, siempre dispuesto a flotar por muy revueltas que lleguen las aguas.
Fuga lenta es, en definitiva, una novela llamada a no ser flor de temporada, que compromete a su autor con los lectores, atentos desde ahora a la siguiente entrega. Es lo que ocurre siempre que el escritor acierta a la primera.

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