Vivíamos en un palacio / 8 Rosas sin espinas
Mi padre me había encuadernado en el taller del maestro Nicolás una antología poética del jesuita Pérez de Izarra, titulada Rosas sin espinas e impresa en Bilbao en 1947. Había llegado a la familia como regalo de sor Fe, la hermana de Mamá, con destino a la educación humanística del futuro papa. Repaso ahora la Dedicatoria, en la que el antólogo (él prefiere firmar “El coleccionador”: me seduce la palabra y el concepto que encierra) explica: “ROSAS, porque espero que todas ellas [las poesías], o casi todas, os deleitarán sobremanera con el perfume exhalado de sus cálices y las bellas irisaciones de sus corolas […] pero SIN ESPINAS: porque he procurado con toda la diligencia posible que ninguna lastime al cogerlas vuestras manos angelicales”: es decir, las mías.
Fue un libro que corrió de mano en mano entre los niños de Primero para llenar las horas tediosas de estudio, sobre todo las de la última sesión del día, después de la cena. El libro, encuadernado en holandesa azul, era fácilmente reconocible para el prefecto, que sabía que llevaba el Nihil obstat y el Imprimatur reglamentarios y, por eso, lo dejaba circular con generosidad.
Si buscabas a Espronceda, allí estaban la Canción del pirata, el Himno a la inmortalidad y un fragmento del Canto a Teresa. Pero no venía La desesperación, que era el poema que yo había memorizado de otra antología, esta de mis padres: una que llevaba por título Las cien (o las mil: cien más, cien menos) mejores poesías de la lengua castellana. Un día se me ocurrió la idea espinosa y pagana de añadir por mi cuenta una hoja manuscrita con la letra más minúscula posible: toda una adenda a Espronceda, con aquellos versos que hoy me parecen una hoja del calendario Pirelli, pero tan turbadores entonces para el niño interno: “Me agradan las queridas / tendidas en los lechos, / sin chales en los pechos / y flojo el cinturón, / mostrando sus encantos, / sin orden el cabello, / al aire el muslo bello… / ¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!”. ¿Por qué se ponían chales?, ¿es que hacía frío en la cama?, ¿no tenían toquillas o camisones de felpa, como Mamá? eran las preguntas más inocentes; ¡que las otras, las espinosas...!
Olegario (los teólogos siempre han andado listos para detectar y erradicar la herejía) debió de notar que había crecido el trajín del libro de acá para allá; tal vez sorpendió un rictus despojado de lo angélico en algún lector: el caso es que se hizo con las rosas y con la espina y requisó la maceta entera hasta el final de curso.
Mi profesión de “coleccionador” no había comenzado con buen pie. Y la formación humanística del futuro papa hubo de esperar a que llegaran las vacaciones en casa, donde la censura no era tan estricta. Pero mi fama seguía acrecentándose.
Fue un libro que corrió de mano en mano entre los niños de Primero para llenar las horas tediosas de estudio, sobre todo las de la última sesión del día, después de la cena. El libro, encuadernado en holandesa azul, era fácilmente reconocible para el prefecto, que sabía que llevaba el Nihil obstat y el Imprimatur reglamentarios y, por eso, lo dejaba circular con generosidad.
Si buscabas a Espronceda, allí estaban la Canción del pirata, el Himno a la inmortalidad y un fragmento del Canto a Teresa. Pero no venía La desesperación, que era el poema que yo había memorizado de otra antología, esta de mis padres: una que llevaba por título Las cien (o las mil: cien más, cien menos) mejores poesías de la lengua castellana. Un día se me ocurrió la idea espinosa y pagana de añadir por mi cuenta una hoja manuscrita con la letra más minúscula posible: toda una adenda a Espronceda, con aquellos versos que hoy me parecen una hoja del calendario Pirelli, pero tan turbadores entonces para el niño interno: “Me agradan las queridas / tendidas en los lechos, / sin chales en los pechos / y flojo el cinturón, / mostrando sus encantos, / sin orden el cabello, / al aire el muslo bello… / ¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!”. ¿Por qué se ponían chales?, ¿es que hacía frío en la cama?, ¿no tenían toquillas o camisones de felpa, como Mamá? eran las preguntas más inocentes; ¡que las otras, las espinosas...!
Olegario (los teólogos siempre han andado listos para detectar y erradicar la herejía) debió de notar que había crecido el trajín del libro de acá para allá; tal vez sorpendió un rictus despojado de lo angélico en algún lector: el caso es que se hizo con las rosas y con la espina y requisó la maceta entera hasta el final de curso.
Mi profesión de “coleccionador” no había comenzado con buen pie. Y la formación humanística del futuro papa hubo de esperar a que llegaran las vacaciones en casa, donde la censura no era tan estricta. Pero mi fama seguía acrecentándose.
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