domingo, 6 de diciembre de 2009

Tarjeta de conferenciante

A veces no te queda más remedio que decidir entre el Centro de Interpretación de la Mística, el Auditorio de San Francisco, el Episcopio o Los Serrano. Sospecho que la gente se reparte siguiendo ocultas consignas: “No, mujer, tú vete al Episcopio, que yo hace siglos que no aparezco por los Lunes. Luego nos vemos donde siempre”. Cada vez me sorprende más el índice de asistencia a los actos en Ávila. He calculado que si la proporción respecto a Madrid fuera la misma, en la capital de España habría algunas tardes a las siete cincuenta mil personas interesadas por algo de la cultura, o sea, un estadio Bernabeu a tope.
Cuando vivía en Madrid, se lo conté un día a mi amigo el conferenciante, que se levantaba él solo de sesenta conferencias en adelante todos los años, a razón de cuatrocientos euros. Y enseguida me pidió que le proporcionara contactos aquí, porque yo era algo así como su representante artístico. “Ya sabes que puedo hablar de cualquier tema”. Efectivamente, tirabas del trémolo y le salía el Quijote, del mordente y aparecía el Tercer Reich, del semitrino y surgía Bizancio. Sabía de todo un poco y de todo hablaba mucho. Le cundía porque había acuñado un estilo lleno de guiños al oyente, de paráfrasis, cincunloquios y excursos. Yo era también su jefe de clac. Le acompañábamos allí donde iba y le dirigíamos preguntas pactadas para que pudiera lucirse. Él nos correspondía incluyéndonos en alguna mesa redonda, donde te pagan mucho menos, o colocándonos algún artículo en las revistas culturales de los organismos oficiales, de esas que se regalan y nunca se leen. No repartía con nosotros la minuta, pero siempre pillábamos algo. Llegamos a convertirnos en auténticos devoradores de canapés, con los que muchos anocheceres resolvíamos la cena, aunque luego tuviéramos que completar en casa con algún yogur o un poco de fruta mientras veíamos Gran Hermano, un experimento sociológico de altura que comenzó por entonces.

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