sábado, 5 de junio de 2010

Vivíamos en un palacio 6/ Sebastián de Vivanco, Boccherini y don Constantino


Pertenecer a la escolanía del palacio reportaba algunos privilegios. No era el menor, aunque entonces lo considerara el primero, evitar algunas horas de estudio interminables, empleadas en darle vueltas a una traducción de Salustio o Tito Livio que siempre terminaba sonando a epigrafía indescifrable.
Don Constantino nos dirigía con la autoridad propia de un maestro de capilla. Cuando muchos años más tarde intimé en mis investigaciones con Sebastián de Vivanco, me vi retratado en aquellos mozos de coro de la catedral que preparaban esforzadamente los villancicos para el Corpus. Don Sebastián-Constantino era muy alto, sarmentoso y gesticulador. Me ha quedado de él la imagen de unas manos de pianista capaces de entrar en la garganta de los tiples para exigir un Fa sostenido o imponer un ejercicio imposible de corcheas y semicorcheas. Lo respetábamos y él nos correspondía con una conducta que, sin necesidad de hacer concesiones, significaba un "yo no puedo saltarme las normas, pero sois mis preferidos".
Una tarde nos llamaron a algunos cantores, "que vayáis al cuarto de don Constantino". Estaba haciendo pruebas de canto para encontrar al tiple que la escolanía necesitaba para los solos. "A ver, Arribas, ¿recuerdas el comienzo del Ave María?, pues adelante". Aclaré la voz, esperé a que sonara la frase en el piano y canté lo mejor que supe. Debió de salirme bien, porque desde aquel momento me convertí en el Tiple, con mayúscula, destinado a llenar los ámbitos del palacio con mis solos.
Después, en los libros de mi amigo Paco Vázquez, he leído que Boccherini había sido maestro de capilla del infante don Luis en aquel palacio, y he jugado a imaginarme cantando acompañado por el violón del italiano en la sala principal, la misma estancia que ocupaba la capilla dos siglos después.
Ser el Tiple de la escolanía favorecía tener más miel que los demás en el tazón del desayuno, estudiar solfeo, fumarse algunos estudios y practicar escalas en un piano desvencijado que exigía de los dedos más fuerza que destreza.
Ahora oigo canto gregoriano o polifonía con la memoria sonora de lo que aprendí en palacio y no siempre aplaudo con entusiasmo, como hacen los vecinos de banco suene lo que suene.

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