martes, 9 de noviembre de 2010

Vivíamos en un palacio / 12. Bichos

Cada vez que me cruzo en el campo con un escarabajo que va a lo suyo o cuando una lagartija se me queda mirando sin comprender por qué no me muevo, recuerdo las tardes de paseo por los pinares hacia Guisando o El Hornillo. Romper filas y lanzarnos fuera de la carretera los más pequeños en busca de aventuras era todo lo mismo. Tres eran las actividades principales que nos ocupaban: el fútbol, que solo podíamos practicar cuando nos llevaban por la carretera de Talavera donde había espacios abiertos que nosotros convertíamos en San Mamés o San Antonio, jugar a los misioneros martirizados o buscar bichos. Hoy toca escribir sobre bichos y advierto que el ejercicio de redacción puede resultarle duro a algún lector.
La “operación bichos” exigía cierto instrumental: un frasco o bote con la tapa agujereada, hilo bramante, una navajilla y un cuadernito con lápiz. No se había inventado aún el ecologismo. Los insectos, pequeños reptiles y roedores no habían superado la era en que eran considerados animales nacidos para ser pisados. Todavía hoy, contemplando los cuentos infantiles donde conviven humanamente en cuatricromía escolopendras, hormigas, grillos y luciérnagas, me dejo llevar por la atrición de aquellos pecados de infancia. Un escarabajo pelotero podía sufrir el vaciamiento del abdomen para convertirse en camioneta de carga y competir con otro ejemplar de la especie. Un ciempiés se transformaba en dos de cincuenta. Con tabaco “emborrachábamos” (eso creíamos) a las lagartijas para ver cómo se daban palmadas en su pancita blanca. Cazábamos grillos por el método de hurgar en la hura con una paja, porque el otro método, el tradicional de orinar en el agujero, no nos estaba permitido. Levantábamos piedras en busca de escorpiones –aquella era una operación arriesgada- para comprobar si era cierto que se suicidaban cuando los acosábamos en un círculo de fuego. Interpretábamos su locura por escapar como prueba de que sí. Éramos, en fin, crueles sin saberlo a ciencia cierta. El cuadernito no cumplía la función de cuaderno de campo, sino de dietario escueto de ferocidades: lugar, fecha y fechoría.
El abandono de lo atroz comenzó con un incidente inesperado. Había decidido encerrar media docena de grillos en un bote y alimentarlos con trébol. Esteban, que presumía de que su familia tenía ganado, me había dicho que era lo que más les gustaba. El bote me acompañaba a casi todas partes y, por supuesto, constituía elemento fundamental en el combate contra el aburrimiento de las horas de estudio. Un día en que nos cambiaron de clase lo dejé en la cajonera del pupitre y el nuevo ocupante no tuvo cosa mejor que hacer –seguramente, tan aburrido como yo- que abrir la prisión. Los grillos saltaron despavoridos, alborotaron la clase y dieron lugar a una investigación que acabó dejándome en evidencia. No recuerdo que me castigaran, pero cargué durante algún tiempo con una fama de Guillermo Brown que no me correspondía (nunca me ha gustado el personaje, me pone nervioso). Pude quitármela de encima cuando en los paseos me apunté al juego de los misioneros martirizados y también reduciendo las observaciones científicas a las moscas, que ni siquiera exigían salir al campo porque convivían con nosotros en la sala de estudio.

1 comentarios:

La Flaca dijo...

Dentro de la ingenuidad infantil también habita la crueldad. Ha pasado en todos los tiempos. Yo desguazaba las muñecas cuando se portaban mal, nada de penitencia: les arrancaba un brazo o hasta la cabeza. Menos mal que cuando aquello tampoco existía la violencia de género.
Ahora, en cambio, no puedo ver siquiera un animal en el campo en plena nevada, aunque se trate de un bisonte. Eso es lo bueno: que terminamos creciendo.

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