Nochebuena en La Habana
Entonces va la Flaca y me encarga: "Mijo, ya que te vas delante, por qúe no te encargas tú de las fotos para mi libro". Y cómo negarme. Así que he pasado cinco días solo en La Habana que me han dejado quebrantado porque los habaneros ven en cualquier europeo, canadiense o neozelandés solo un yuma a quien exprimir: "¡¡¡Español!!!", así, a voces; "Español, pero no sordo del todo", le contesto a un abrasador que quiere colocarme unos puros, una paladar o una chica. La Habana Vieja es una ciudad bellísima y, a la vez, una de las más falsas del mundo (ya explicaré por qué en otro momento). Allí pretendo ejercer de viajero en vez de turista y eso los desconcierta. El último día, el 24 pasado, me sobra. El avión sale a las once de la noche, he terminado mi trabajo y tengo toda la jornada para recorrer los mismos sitios que ya conozco de otros viajes. Apenas se nota la Navidad, pero algunos signos sí van apareciendo: abetos iluminados en algunas tiendas, un belén en la entrada de la Catedral y vendedores de globos y guirnaldas en Mercaderes. La gente se desea felicidades y el taxista que me lleva al aeropuerto me cuenta que le espera su hermano para celebrar la noche en familia, pero que es excepcional. En el hall del hotel Ambos Mundos, un alemán duerme el mareo del enésimo mojito frente a un arbol de Navidad y su cabezota, desde la puerta, se antoja como un regalo chusco. El hall con su pianista y la habitación han sido estos días mi refugio, cuando la bullaranga de las calles y plazas me ha aplastado.
Son las seis de la tarde, ya es de noche. Veo pasar hacia Plaza de Armas un camión y músicos con instrumentos y allá me voy detrás, tratando de espantar el sentimiento de hallarme en tierra de nadie. En la plaza, todavía están los libreros de viejo, mis amigos, a la espera del milagro de que alguien quiera a esas horas un ejemplar de la revista Bohemia o una postal del Che conversando con Camilo. En unos minutos, frente al palacio de los Capitanes Generales, se monta la megafonía, colocan el estrado para el director y van sentándose los músicos. Los libreros abandonan sus puestos y forman con sus sillas un patio de butacas improvisado, y el resto de espectadores buscamos acomodo pegados a los músicos. Son los maestos de la Banda Nacional de Conciertos, conducidos por una joven directora que despliega ante ellos una armonía de expresión corporal en la que conviven ademanes de director clásico a la europea con otros de contenido desparpajo caribeño. Saxos, contrabajo, trompas y trompetas, oboes, cajas... interpretan melodías luminosas que no conozco y alguna canción de Navidad yanki que deja de ser imperialista por unos minutos. Una hora de concierto. Cuando finaliza, converso brevemente con la directora, le agradezco el regalo de la tarde y le anuncio que escribiré sobre el concierto, la experiencia más hermosa de estos días en La Habana. Es La Habana culta, que también existe.
La Nochebuena en el avión es rara. Somos 49 pasajeros para 51 filas, así que colonizamos el monstruo a nuestro antojo. Iberia no ha preparado turrón ni cava, solo la bazofia de siempre y una fría alusión del capitán a la cosa de la Navidad. El sobrecargo no lleva gorrito de Papa Noel ni las azafatas cantan El pequeño tamborilero: un desastre; así que nos acostamos todos, a cuatro butacas por viajero y mañana Dios dirá. Levanto la cabeza por encima de mi fila y el panorama es desolador. No se ve un alma, excepto un viejo extravagante que, cuando le ofrecen té pide café, y cuando café, té hasta que logra sacar de quicio a la azafata. A la salida, la tripulación nos sonríe: "Feliz Navidad". "Eso", correspondo.
1 comentarios:
... y todos en casa evocando aquellos tan lejanos años en los que se partía un turrón de almendras y otras cosas por el estilo que nadie, de mi generación para abajo, cree haber visto en la casa materna. El desencanto se ha pintado en el rostro de mi país y yo traigo, como las fotos de La Habana, en blanco y negro el corazón.
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