jueves, 30 de diciembre de 2010

Vivíamos en un palacio / 13. Chinos contra misioneros


Jugar a las misiones era actividad reservada para las tardes de paseo por razones de espacio y tiempo. Aquel juego dramatizado necesitaba un paisaje natural extenso, como el que ofrecían los pinares que veíamos desde las ventanas del palacio. Allí podíamos imaginar selvas intrincadas, poblados infectados de chinos atroces que todavía no habían inventado el arte de falsificarlo todo, pero sí el de torturar ferozmente. Detrás de unas rocas, con helechos y ramas secas, el escenógrafo, que siempre era alguno al que no le gustaba mucho la acción cruenta, podía montar el decorado de una pagoda habitada por un bonzo que repartía zurriagazos, valiéndose de una bufanda, entre los pobres chinitos coletudos que preferían la iglesia del padre blanco, católico y amable, a la pagoda oscura del ministro amarillo y pagano de Buda. Yo siempre fui chinito. De bonzo hacía Félix, que era el que tenía bufanda: se había especializado en retorcerla tensándola por los extremos hasta convertirla en porra temible; y de misionero salvador hacía Emiliano, que ya con once años llevaba impreso en el rostro el sufrimiento de un mártir, un poco arrugadito él y con los ojos ojos nórdicos.
La otra razón por la que jugar a las misiones era actividad para los paseos tenía que ver con el tiempo. Se necesitaban al menos dos horas y media o tres para hacer verosímiles aquellas historias épico-sagradas. Los tres cuartos de hora de un recreo ordinario no daban para nada, y con la fachada neoclásica del palacio como telón de fondo, menos todavía. En tres horas daba tiempo a persecucionesy exterminio de cristianos, encarcelamientos y liberaciones milagrosas, martirios masivos, conversiones fervorosas y hasta llegada de tropas redentoras cuando la acción catequética no había logrado la conversión definitiva, que era, en realidad, de lo que se trataba.
Todo estaba en el cine y en los tebeos adoctrinadores: no teníamos que inventar nada. Y cerca, en Cuevas del Valle, se veneraba a San Pedro Bautista, protomártir del Japón, que en el mapa de Asia también quedaba por Oriente. Fue así, viéndonos interpretar la batalla por la fe las tardes de paseo, como debió de ocurrírseles a nuestros superiores que tanta pasión podía ser llevada a escena de verdad si se partía de un texto apropiado: había nacido el Proyecto Chao.
Algún efecto secundario más, aunque fuera menos relevante, producía el juego de las misiones, pienso ahora; como era el de entrar en calor en medio de aquellos inviernos de Arenas de San Pedro, que todo el mundo calificaba de “templados” y a mí me parecían siberianos. Volvíamos al palacio con los mofletes encendidos, los sabañones mordiéndonos bajo la piel y sudando debajo de las sotanillas después de tanta persecución martirial. Nos sentíamos niños corrientes además de curillas.

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