Doña Dolores de Palacio
Carlos Sánchez-Reyes me ha honrado invitándome a escribir una semblanza sobre su madre, doña Dolores, en el libro Memorias de una mujer catedrático, del cual son autores los dos, madre e hijo; y a presentarlo con él el pasado 7 de diciembre. Cuelgo aquí lo que allí he dejado escrito, como homenaje del alumno a su profesora de Francés.
La calle de Vallespín en Ávila, por los años 50 del siglo pasado, era una de las arterias de la ciudad. Por ella subían los arrieros que entraban por el Arco del Puente, después de pagar el fielato, con los serones llenos de verduras para el mercado de los viernes en El Chico; por ella desfilaban los cadetes de Intendencia cuando había fiesta que celebrar; y allí habitábamos a diario los estudiantes del Instituto nueve meses al año, de octubre a junio.
La calle está hoy poblada por el recuerdo de quienes nos ayudaron a crecer en saberes y sentimientos. Y en esa galería de retratos particulares que los chicos y chicas de entonces llevamos en la cartera de nuestros corazones, ocupa lugar principal doña Dolores, la catedrática de Francés. Desde el balcón de nuestra clase de Quinto, que daba al patio de entrada, la veíamos bajar, ya algo torpe por la edad, pero siempre animosa y con buena cara, saludando al dependiente de la zapatería, al gerente del Cinema, a la viuda de Tirso el librero. Su paso, cada mañana, ponía una nota de alegría en lo cotidiano. Es deber del estudiante desear que el profesor no llegue a clase, pero en el caso de doña Dolores no se cumplía: nos gustaba verla entrar saludando: “Bonjour, mes enfants”. “Bonjour, madame”, correspondíamos, admirados de poder balbucir nuestras primeras frases en francés. Con doña Dolores conjugábamos los verbos, traducíamos, improvisábamos conversaciones y cantábamos a coro Sur le pont d’ Avignon. Y a veces teníamos con ella nuestros desahogos, “porque su marido me ha puesto un cero y mi padre me va a matar… porque don César… porque me ha castigado don Luis injustamente”, en un tiempo en el que no se habían inventado los tutores guarda-infantes.
Cada vez que he explicado a mis estudiantes de Literatura el poema Mademoiselle Isabelle, en el que Blas de Otero evoca a su profesora de Francés, se me ha aparecido doña Dolores. Ella también tenía “un mirlo debajo de la piel”, con su vez aguda y cantarina, llena de notas, imprevista. Sin que haya llegado a saberlo, sin que yo mismo lo haya descubierto hasta muchos años después, doña Dolores me enseñó, además de francés, una forma de estar clase, en la que se aúnan el respeto, la responsabilidad del magisterio y el cariño.
Doña Dolores forma parte, en fin, de lo que en mi libro Ávila de memoria, he llamado “territorio compartido” por tres generaciones de estudiantes que tuvimos el honor de ser sus alumnos. Siempre contaremos con la catedrática de Francés en la nómina de nuestros afectos.
La calle de Vallespín en Ávila, por los años 50 del siglo pasado, era una de las arterias de la ciudad. Por ella subían los arrieros que entraban por el Arco del Puente, después de pagar el fielato, con los serones llenos de verduras para el mercado de los viernes en El Chico; por ella desfilaban los cadetes de Intendencia cuando había fiesta que celebrar; y allí habitábamos a diario los estudiantes del Instituto nueve meses al año, de octubre a junio.
La calle está hoy poblada por el recuerdo de quienes nos ayudaron a crecer en saberes y sentimientos. Y en esa galería de retratos particulares que los chicos y chicas de entonces llevamos en la cartera de nuestros corazones, ocupa lugar principal doña Dolores, la catedrática de Francés. Desde el balcón de nuestra clase de Quinto, que daba al patio de entrada, la veíamos bajar, ya algo torpe por la edad, pero siempre animosa y con buena cara, saludando al dependiente de la zapatería, al gerente del Cinema, a la viuda de Tirso el librero. Su paso, cada mañana, ponía una nota de alegría en lo cotidiano. Es deber del estudiante desear que el profesor no llegue a clase, pero en el caso de doña Dolores no se cumplía: nos gustaba verla entrar saludando: “Bonjour, mes enfants”. “Bonjour, madame”, correspondíamos, admirados de poder balbucir nuestras primeras frases en francés. Con doña Dolores conjugábamos los verbos, traducíamos, improvisábamos conversaciones y cantábamos a coro Sur le pont d’ Avignon. Y a veces teníamos con ella nuestros desahogos, “porque su marido me ha puesto un cero y mi padre me va a matar… porque don César… porque me ha castigado don Luis injustamente”, en un tiempo en el que no se habían inventado los tutores guarda-infantes.
Cada vez que he explicado a mis estudiantes de Literatura el poema Mademoiselle Isabelle, en el que Blas de Otero evoca a su profesora de Francés, se me ha aparecido doña Dolores. Ella también tenía “un mirlo debajo de la piel”, con su vez aguda y cantarina, llena de notas, imprevista. Sin que haya llegado a saberlo, sin que yo mismo lo haya descubierto hasta muchos años después, doña Dolores me enseñó, además de francés, una forma de estar clase, en la que se aúnan el respeto, la responsabilidad del magisterio y el cariño.
Doña Dolores forma parte, en fin, de lo que en mi libro Ávila de memoria, he llamado “territorio compartido” por tres generaciones de estudiantes que tuvimos el honor de ser sus alumnos. Siempre contaremos con la catedrática de Francés en la nómina de nuestros afectos.
2 comentarios:
Muy bien, Jesús, ese emocionado recuerdo para una profesora de Bachillerato. ¡Qué tiempos! ¡Qué profesores -aunque no todos! ¡Qué alumnos!
¿Se dará algún caso semejante en la actualidad?
Cada vez me intriga más la idea de cómo los alumnos de hoy "reciben", aceptan y recuerdan a sus profesores. ¿Se los ganan los profes?
Y dentro de medio siglo, qué libros como este de Doña Dolores se escribirán, qué presentadores dejarán un testimonio emocionado y sincero sobre su paso por las aulas de su adolescencia. Habrá que esperar. Por ahora digo como una de mi pueblo que está perdiendo el juicio: "lo veo cuando lo crea"
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