sábado, 29 de enero de 2011

Vivíamos en un palacio / 14. Arenas 0 - Dioce 4

Jugábamos a un fútbol de garra y carrera, en el cual lo principal era llegar a la portería contraria por uno mismo, sin necesidad de combinar pases ni seguir estrategias. Cada uno era responsable de no dejarse robar el balón. Una jugada, hasta que la pelota salía por cualquiera de las bandas, consistía en que seis o siete jugadores de los dos equipos corrían en tropel con afán posesivo, regateando es un decir, para llegar hasta la portería donde el guardameta pasmado nunca sabía quién podía chutarle. No había áreas pintadas ni bandas ni centro del campo: todo a ojo y muy dependiente del criterio-capricho del árbitro, que solía ser uno de cuarto o quinto. La explanada que se abría en el ala Oeste del palacio era nuestro estadio. Por una de las bandas laterales daba a un pequeño barranco que lo separaba del edificio, lo que nos obligaba a desaparecer del terreno de juego (era en verdad un terreno) cada vez que el balón salía; y por la otra, lindaba con un collado de jaras, granados e higueras que disfrutábamos explorando a nuestro antojo aunque estuviera prohibido. Cada jugador se equipaba como podía: a lo sumo, unos zapatos viejos y el guardapolvo o sotanilla abiertos menos el último botón, de manera que pudiera recogerse en el cuello para no pisarse los bajos de la faldumenta. Con las botas que me habían echado los Reyes en casa, era la envidia de aquel equipo de niños desarrapados.
Don Celedonio, que todavía no era cura, jugaba con nosotros en cualquiera de los dos equipos con la sotana remangada y poniendo cuidado de no lesionarnos. Un día, cuando estábamos sin resuello después de un partido de aquellos, nos reunió y nos dijo:
-Van a venir a jugar contra nosotros los alumnos del Colegio Diocesano de Ávila, así que habrá que entrenarse para ganar.
Y durante algún tiempo cambiamos el fútbol de “a mí que los arrollo” por el de “aquí, aquí, centra, échasela”. No sé de dónde sacarían los profesores aquel equipamiento prestado con el que no hubo manera de encajar tallas y jugadores.
Y llegó el día clave. Convivencia vigilada, siempre con el miedo de que los chicos bien vestidos que olían a colonia, por muy católicos que fueran pudieran inocularnos la duda de si los de palacio estábamos en el lugar adecuado. Unos a otros nos mirábamos como bichos raros, a pesar de que los de la capital nos conocíamos. Fue aquel día cuando supe con certeza que había perdido para siempre a los amigos de mi generación, que si un día salía del palacio tendría que buscarme otros nuevos. El tiempo acabó confirmando mis temores.
El Dioce estaba recién fundado y ya era una potencia en fútbol escolar. Los hermanos Mariscal, uno de los cuales, “Yiyo”, era un delantero excepcional, nos dieron un repaso de estrategia y juego de equipo y, lo que es más grave, nos metieron cuatro a cero en medio de un griterío de ánimo a nuestro favor que no sirvió de nada. La derrota en casa fue tan humillante que aquella experiencia no volvió a repetirse a pesar del compromiso tácito que ambas partes habían contraído. Nuestros profesores debieron de pensar que la moral podía venírsenos abajo jugando con o contra aquellos chicos de nuestra misma edad que, además de rezar antes del partido como nosotros, sabían jugar al fútbol.

1 comentarios:

La Flaca dijo...

No deja de sorprenderme cada post de Vivíamos en un palacio. Confío en que estos retazos que cuentas aquí se conviertan en libro donde disfrutar una narración como Dios manda, hombre, que esto está bien, pero incompleto.

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