domingo, 10 de abril de 2011

Vivíamos en un palacio / 15. Los atrases


El ala oeste del palacio de La Mosquera no se construyó nunca. Los ladrillos y restos mal rematados de la fachada le proporcionaban un aspecto de edificio bombardeado. No tardamos en inventarnos historias sobre la guerra porque algo sabíamos sobre la furia anticlerical que se había desatado por la zona años antes. ¡Era tan fácil fantasear! Por aquel lado, el palacio no estaba rodeado de mucho terreno como por los otros tres, sino que daba con unos vecinos que nunca nos miraban con buena cara, tal vez porque colgábamos la pelota en su huerto con demasiada frecuencia. Aquellos metros en desorden eran los atrases, donde se amontanaba la leña y el carbón de las cocinas, se criaban los cerdos cuyas carnes y tocinos encontrábamos hechos pizca para acompañar las carillas y los garbanzos. Por allí también entrábamos a las letrinas desde el recreo. Los atrases eran territorio prohibido, de paso. Se podía bajar desde el campo de fútbol para recoger la pelota o entrar a aliviarse, pero había que abandonar la zona maldita de inmediato porque allí se corría el peligro de perder la vocación en cuestión de minutos. En los atrases reinaba Arturito, un fámulo bobalicón y casi mudo que habíamos decidido, por tácito consenso, excluir del mandato de la caridad cristiana. Nos sonreía buscando seguramente alguna muestra de simpatía por nuestra parte y nosotros le correspondíamos con rimas fáciles que lo sacaban de quicio: «Arturito cara de pito», «Arturo come pan duro». El pobre Arturo farfullaba algo que quería ser insulto, se armaba con el hacha de partir la leña y nos perseguía como en la mejor película de terror imaginable. Él sabía, y nosotros también, que su reino terminaba en la linde del campo de fútbol, así que allí cesaban la persecución y nuestras burlas crueles. Lo mejor de aquellos lances era que Arturito o bien no guardaba memoria de las ofensas o llevaba impreso en su alma cándida el sentimiento del perdón, porque al día siguiente podíamos recibir otra vez el regalo de su sonrisa y nosotros volver con nuestras rimas. Y vuelta a lo mismo. Tal vez Arturito era el blanco de nuestra ira reprimida por tantas horas de estudio y de clases, por el frío, la privación de comidas caseras, tanta ausencia. O quizás cumplía el papel de tonto de la clase, que allí no veíamos por ninguna parte y era tan necesario. ¿Por qué recuerdo los atrases con mayor claridad que otros lugares?: puede que fuera la atracción de asomarse al precipicio que siempre me ha acompañado. Era un territorio vedado y, en consecuencia, tentador, como una de esas casillas del juego de la oca por la que tenías que pasar deprisa, deprisa, pero en la que también deseabas caer para oír las expresiones de compasión y regocijo de los compañeros de juego. Alguna expulsión de palacio tuvo que ver con actividades clandestinas relacionadas con los atrases. Yo me libré.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

es usted candidato?

Jesús Arribas dijo...

¿Candidato de qué? ¿A un infarto, a ser alcalde, a ganar en unas primarias, al premio de la ONCE...? Le contestaré sinceramente si concreta algo más.

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