Teresa de Ahumada, un día cualquiera
En el protocolo de un escribano que se guarda
en el Archivo Provincial de Ávila (Protocolos,
256, fols. 52-55) encontré un poder firmado por la madre Teresa en tiempos de
grave crisis económica, como este que vivimos. El documento, utilizado en otro momento
para un trabajo de investigación, está convirtiéndose con el tiempo en un relato
que tal vez no pase nunca de su actual estado de borrador. Como están/estamos
en plenas fiestas de La Santa, lo traigo aquí en homenaje a quella mujer admirable:
Arrecia el invierno de
1572. Es 6 de febrero y por la puerta del Carmen salen el escribano y su mozo.
Bajan despacio los desmontes para evitar los hielos que espejean en la hierba,
camino del convento de La
Encarnación. El sol no se decide a reinar sobre el tejado de
San Martín y en las huertas se vuelven piedras las berzas castigadas por la
helada. La madre Teresa de Ahumada, priora del convento, tras sobrevivir al
escándalo que ha provocado su borrascosa toma de posesión, anda poniendo orden
en todo, también en la estrecha economía. Está cansada de ver cómo con la
excusa del hambre, que es real en el pobre refectorio, sus monjas rompen la
clausura y se ausentan del claustro en busca del amparo de los parientes. Luego
vuelven más lozanas y con mejor color, pero también traen mohínes sospechosos y
un brillo nuevo en los ojos que no es precisamente testimonio de fervor
religioso. Por ello, la Madre se ha hartado de tanta entrada y salida y ha
adoptado provisiones para evitar el trajín que distrae a sus monjas. Ha llamado
al escribano Cianca, a quien conoce porque es persona próxima a su círculo
familiar y de amistades, con objeto de levantar acta de un poder que van a
otorgar las hermanas Beatriz y Ana de Carvajal en favor de su hermano Diego
para cobrar ciertas rentas. A ver si así se van remediando un poco las hambres.
Entran el escribano y su mozo en el convento. Hace allí más frío aún que fuera.
En la estancia esperan otros tres caballeros: el viejo Mateo de las Piñuelas,
mayordomo del convento y testigo principal de los afanes de la Madre; el apuesto Diego de Carvajal,
hermano de las dos monjitas; y un enlutado procurador de causas, Alonso
González, que se sopla las manos sin parar para aliviar el picor de los
sabañones. Cianca los saluda cortésmente y conversa con ellos en voz baja
mientras el mozo dispone el recado de escribir sobre una pobre mesa de tijera
que las monjas han dispuesto. Apenas ha transcurrido el tiempo de un credo,
cuando se oye un rumor de pasos que se acercan. Entran la Madre y las dos hermanas;
las dos jóvenes, con la vista yendo de las losas del suelo al rostro del
hermano y de la cara a las losas; y la Madre, afectuosa y contenta de ver otra
vez al escribano, su amigo. Teresa anima
con un gesto a las dos hermanas para que abracen a don Diego y por unos
momentos todo se vuelve risa y confidencia familiar. Pronto cumplirá la Priora
cincuenta y dos años y en su rostro han quedado marcados los caminos recorridos
por Castilla, fundando aquí y allá conventos de monjas y frailes descalzos. Pero
el encuentro de Beatriz y Ana con el hermano le trae a la memoria a los suyos,
sobre todo a Rodrigo. «Nos darán las vísperas si no pasamos a lo que nos
concierne», avisa la Madre para acabar con tanta nostalgia inútil. Y sentados
todos, excepto las dos monjitas, en sillas de anea pobres pero relucientes, el
escribano procede a leer el poder que ya tiene redactado. Asienten Piñuelas y
González, aprueba la Madre, dan su conformidad los tres hermanos y proceden a
firmar los papeles. Como testigo estampa su firma la Madre: «Teresa de
Ahumada».
Hasta aquí el borrador.
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