Teresa de Jesús y El Greco
Lo he dicho en la SER el lunes, 15 de diciembre.
El pasado 8 de
diciembre estuve en Toledo visitando la exposición El Greco: arte y oficio, que se clausuraba el día siguiente. La
gente estaba ya en otros asuntos (comidas de empresa; en los escaparates de
Zocodover el mazapán, las marquesas o las anguilas con ojos de perla chapoteando
en el mar circular de frutas escarchadas), así que la visita al Hospital de la
Santa Cruz fue distendida y sosegada.
Me sorprendió el silencio que reinaba en
la cruz griega de las galerías, seguramente favorecida por la música del
Renacimiento y la temática eminentemente religiosa de la exposición. En el
recuerdo la exposición Carlos V y su ambiente,
celebrada en los años 50 con motivo del cuarto centenario de la muerte del Emperador,
que visitamos los estudiantes del instituto de Vallespín en excursión
inolvidable. En el recuerdo también un artículo de aquel cura teresianista y
escritor excelente, Baldomero Jiménez Duque, del que mi madre siempre decía “es
un santo”, sobre la coincidencia en la ciudad imperial de Teresa de Ahumada, Juan
de Yepes y El Greco en 1577.
Teresa, que ya ha cumplido los sesenta, lleva allí ya casi
un año. Siempre le gustó Toledo más que cualquier otro lugar. Decía que el ambiente
le sentaba mejor que el de Ávila, no se entiende, con el frío húmedo y las
nieblas del invierno o el calor enloquecedor de chicharras en el verano; a no ser que fuera por los siescientos metros
menos de altura que le dejarían respirar mejor y latir más despacio el corazón.
¿O sería por la proximidad de amigas como doña Luisa de la Cerda, siempre
atenta a sus aventuras espirituales? (ya en 1562 había residido en su casa, el
actual Palacio de Mesa, adonde fue enviada por los superiores para ayudarla en
su depresión tras la muerte de Arias Pardo, su esposo). ¿O se movería en su
interior el origen toledano y converso de la familia Cepeda que le hacían
contemplar aquella ciudad del padre y el abuelo como un útero? Cualquiera sabe
a estas alturas.
Juan de Yepes, san Juan de la Cruz, cuya festividad se
celebraba ayer con concesión de titulos, cocidos y otros regicijos en Fontiveros,
llegaba preso desde el Carmen de Ávila a la cárcel convento que los calzados
convirtieron en “noche oscura del alma”. Tiene 34 años, pero aparenta más. De su
prisión nacerá el Cántico espiritual,
el poema más emocionante de
la lírica castellana.
Y El Greco acaba de
llegar en la primavera de 1577 para establecer su taller en Toledo procedente
de Italia, donde ha transformado su estilo bizantino aprendiendo de la pintura
de los venecianos y de Miguel Ángel. Como su verdadero nombre, Domenikos Theotocopoulos,
es tan exótico y difícil de retener, los toledanos lo han resuelto por la vía
rápida: “El Greco”, es decir, el griego (los castellanos son así: al pintor Anton
van der Wyngaerde, que algunos años antes dibujaba las vistas de las ciudades
españolas para el rey, le llamaron Antonio de las Viñas). Al
cabildo de la Catedral no le ha gustado el cuadro del Expolio, que acaban de encargarle. Y las razones para aceptar a
regañadientes aquella pintura preciosa no son de orden técnico ni artístico,
sino de puro protocolo: ¿Cómo se iba a tolerar que las cabezas de soldados y
esbirros estuvieran por encima de la del Salvador? Años más tarde, cuando ya la
Madre Teresa ha muerto, El Greco verá rechazado su Martirio de San Mauricio para El Escorial porque al Rey no le ha
gustado el despliegue de musculaturas y atletismos con que ha representado a
los héroes de la Legión Tebana.
Según Jiménez Duque y
todos los historiadores, Teresa de Ahumada, que para entonces firma ya siempre
como Teresa de Jesús, y El Greco no llegaron a conocerse, por mucho que se
quieran encontrar puntos de coincidencia entre la mística de la monja abulense
y el manierismo de las pinturas religiosas del cretense. Pero unas gotas de imaginación en la copa de la
historia pueden regalar sorpresas a los más audaces.
En una carta de
Teresa dirigida a su querido hermano Lorenzo, el de la fuga infantil, desde
Toledo y sin fecha, pero seguramente de los últimos días de junio de 1577, se
lee: «Jesús sea con vuestra merced. Vuestro criado Serna me da siempre poco
lugar, anda con prisas y todo se me pone de cara para no poder escribiros
cuanto quisiera. Ya están ordenados todos los papeles y patentes de fundaciones
que me trajisteis de Ávila y enviados al nuncio. Espero que me descarguen de la
obligación de seguir escribiendo y me dejen descansar y dedicarme a la oración,
que buena falta me hace en medio de tanto ajetreo. Sabrás que van a prohibirme
fundar más conventos y yo casi se lo agradezco a Dios Nuestro Señor. Aquí no
llegan pescados, son aficionados a comer solo carne, que ya sabe vuestra merced
que yo aborrezco, así que las hermanas han holgado con los besugos que ha
enviado con Serna. A ver si la próxima vez pueden llegar algunas sardinas, que
hay aquí buen aceite y buenos ajos para aliñar la salazón. Hace una semana en
el salón de yeso de doña Luisa de la Cerda he conocido a un pintor que acaba de
llegar a Toledo desde Italia. Le llaman El Griego, le echo edad parecida a fray
Juan de la Cruz, que dicen que lo van a traer aquí preso desde Ávila, ¡pobre,
mi frailecico, y en parte por culpa mía, que le he empujado a fundar! El Griego
no habla palabra de castellano y ya le han encargado al parecer un retablo. A
doña Luisa todo se le volvía que tenía que retratarme, porque el de fray Juan
de la Miseria no le gusta ni a mí tampoco, pero ya le he dicho que no quiero
pinturas. Algo noto, además, que no me deja simpatizar con él. Mira y sopesa demasiado,
como si estuviera pensando en algo que no sé qué puede ser, como si estuviera
levantando inventario, sobre todo los tapices que cuentan historias de griegos
y romanos. Cuando doña Luisa le ha dicho con toda discreción que su deseo sería
verme en pintura, casi por señas le ha acabado diciendo que él no pinta
retratos, solo santos. Y para hacerse entender ponía los ojos en blanco y subía
los brazos. Yo, mi querido hermano y señor, ya estoy deseando volver a mi celda
de Ávila. A ver si para mediado agosto se me cumple. De vuestra merced sierva.
Teresa de Jesús».
La carta, que debió
de perderse como algunas otras, fue encontrada entre las hojas de una Vida de la Madre Alfonsa de Santa Teresa,
priora del convento de Peñaranda de Bracamonte, manuscrito que nunca llegó a
la imprenta y está hoy en biblioteca particular. En el corpus de las cartas de
Teresa de Jesús debería corresponderle por orden el número 195 bis, después de
aquella otra en la que aconseja a la madre María de San José, priora de
Sevilla, que deje entrar en el convento a una esclavilla negra y a su hermana
sin apretar demasiado en lo que toca a espiritual: “para qué tratar con ella de
perfección sino de que sirva bien –que para freila poco importa− y podrase
estar sin hacer profesión toda su vida. A la una y a la otra no apriete con
perfecciones”.
Vuelve la Madre Teresa
a estar en Toledo en la primavera de 1580. Para entonces El Greco es ya un
artista reconocido al que le llueven los encargos. En algunos contratos el peticionario
tiene que hacer constar que la pintura “sea de propia mano”; es decir, que no
intervengan en ella los oficiales del taller, ni siquiera Francisco Preboste,
el oficial de más confianza. El Greco es, además de pintor, proyectista y
arquitecto de retablos. Su manierismo está muy lejos de la sencillez austera
que acompaña las devociones de la Madre Teresa: un San José el Parlero que le
cuenta al oído cuanto ocurre en el convento cuando ella se ausenta; y el Cristo
a la columna diminuto que siempre lleva consigo. Aquellas “extravagancias” del
Griego la superan, el escenario es excesivo para enmarcar lo esencial
religioso.
La carta es pura
invención literaria, una “impostura literaria”, juego inocente con el que felicito la Navidad
de 2014 a los oyentes de SER Ávila. Pero todo lo demás, incluida la existeencia
del manuscrito de Peñaranda es real. Tan real como mi expresión de los mejores
deseos para todos. Felíz Navidad.
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