sábado, 13 de junio de 2020

Vivíamos en un palacio / 19. Ana Mari

Ana María Arribas Canales (Ávila, 1945 – Valladolid, 2020), el personaje de “la hermana” en Vivíamos en un palacio y la hermana real que quedaba con vida hasta ayer; hoy, ya solo el recuerdo inmediato de nuestra última conversación telefónica, en la que nos habíamos comprometido para almorzar juntos cuando levantaran a los viejos la prohibición de aparecer en público. Ha fallecido el pasado día 12, cuatro días después de cumplir los setenta y cinco años.
Es también el recuerdo de los años de infancia en la casa de Caballeros donde había nacido, cuando fue apropiándose de mis juguetes y libros (El príncipe destronado, de su vecino Delibes).

En alguno de ellos ha quedado estampado el ex─libris ingenuo de su paso por el colegio de Las Nieves y alguna que otra “chuleta” entre sus páginas.

No he llegado a tiempo de que pudiera ver impreso el librito que preparo y del que, al menos, me habría gustado leerle el fragmento de un capítulo donde aparece como personaje, pero ni eso ha sido posible. Lo doy aquí como recuerdo emocionado y también como regalo emotivo para sus tres hijas: Anabel, Beatriz y Marta.

“Misa en el pasillo

Las primeras vacaciones tuvieron su remate con la celebración de una misa en el pasillo de mi casa con Bescós como oficiante. Nos lo tomamos muy formalmente. A mí me tocaba hacer de monaguillo una vez más. El tío de Bescós, el canónigo, tenía una réplica perfecta en miniatura del altar mayor de la catedral que no dejaba que nadie tocara; pero bueno era el sobrino para acatar prohibiciones.
Una tarde de finales de agosto decidimos decir nuestra primera misa. Convocamos a Espe y a mi hermana, las dos feligresas de confianza que acababan de cumplir los seis años, ofreciéndoles confesión, misa y bautizo de la muñequería. Habíamos invitado también a las Espín, que eran aficionadas a la escena, pero no lo vieron claro. Las feligresas hicieron también de sacristanas: convencieron  a mamá para que les dejara instalar los reclinatorios, que eran dos sillas del comedor, prepararon las hostias con recortes que les dieron las Adoratrices en un sobre y pusieron sobre el altar improvisado dos velas de las que encendíamos cuando había apagones. Espe y la hermana, con el velo cubriéndoles la cabeza y un rosario nacarado en las manos, se colocaron en los reclinatorios con sus criaturas. Bescós y yo nos vestimos nuestras sotanas y roquetes, el mío primorosamente bordado por la tía Sor con símbolos cuyo significado ya comprendíamos: el pez, el pan y las uvas, la ballena de Jonás, el crismón… Aquel roquete era el pasmo de palacio.

─Tú harás de monaguillo─ había sentenciado el padre Bescós ─y, si viene Escribano,  te pasas a diácono.
Escribano, cuando se incorporó:
─Yo no sé latín.
Y Bescós:
─Es igual, el diácono sí que sabe.
Cuando todo estaba dispuesto para el introito, Bescós:
─Antes hay que confesarlas.
Las sillas pasaron de reclinatorio a confesonario, las lamas del respaldo eran las celosías y nosotros en el asiento, con las dos penitentes arrodilladas y compungidas por sus pecados, todos veniales: no obedecer, no lavarse las manos antes de comer, no rezar antes de dormir… todos, pecados por omisión.
Una vez arrepentidas, confesadas e impuestas las penitencias, tres avemarías y un padrenuestro, dijimos la misa en latín, el oficiante le propinó alguna que otra patada al monaguillo cada vez que a este le fallaba la liturgia, dimos la comunión con los recortes de las monjas y pasamos a la ceremonia del bautizo: los muñecos, una palangana y una concha de vieira de las que mamá utilizaba los domingos para servir el helado casero. Mi padre, tan escéptico él, derramó una rebatiña de grageas y perras gordas que hicieron que oficiantes y feligresas se olvidaran de sus papeles y rodaran por el linóleo del pasillo a la caza de aquel regalo llovido del cielo gracias a la súplica:
                            Eche usted, padrino,
                            No se lo gaste en vino
                            Eche, eche, eche, eche,
                            No se lo gaste en leche.
Al día siguiente tuvimos que confesarnos en la convivencia con don Baldomero. A los dos nos pareció que no se lo había tomado tan a mal como temíamos”.

Descanse en paz la hermana.

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