lunes, 18 de mayo de 2020

Atriles y tribunas para una pandemia

Dentro de unas semanas cumpliré ochenta años. No solo no me importa confesarlo, sino que me siento satisfecho de haber sobrepasado con creces el año 1984, aquel hito que me parecía inalcanzable en tercero de bachillerato, cuando don José Muñoz nos reveló en clase de historia que un tal Orwell había escrito un libro con ese título. El confinamiento me pilla recuperándome de una intervención quirúrgica a vida o muerte y una hospitalización que ha coincidido con la fase crítica de la COVID 19, así que me ha tocado vivir en directo el trajín y el desconcierto de las UCI, los cambios de una planta a otra a medida que la pandemia iba ganando terreno, incluso el traslado de centro cuando la situación se convirtió en crítica. Mi familia me ha salvado. También buena parte de los sanitarios que me han atendido se merecen mi gratitud profunda; algunos otros, los menos, ni fu ni fa.
Ahora, contemplo la vida desde la butaca que he instalado frente al balcón y vigilo en plan vieja del visillo el comportamiento de la gente: mira, este no guarda la distancia social, aquel lleva la mascarilla en el cuello, esa ha decidido que la pandemia no va con ella… Admiro con envidia el vuelo enloquecido de los vencejos. Leo con la Flaca  el Quijote, como otras veces que he estado malo. Oigo la radio y echo un vistazo a la prensa en Internet. Estoy empeñado en terminar un librito de memorias de infancia que he ido adelantando por entregas hace tiempo en este blog. Hago esfuerzos por no vomitar si me encuentro con ellos y ellas en el paso rápido por la pantalla, hablando sin la menor empatía desde sus tribunas y atriles (ellos y ellas, innombrables, lo siento). Miro con nostalgia un proyecto de edición que se nos quedó colgado en la imprenta en febrero, pendiente solo de revisar las pruebas (¿llegará algún día a presentarse?). Me entretengo devorando series, hojeando revistas antiguas de nuestra librería y sacando tiempo para ponerme al día de lecturas pendientes. Doy paseos por la casa: treinta y dos pasos de un extremo a otro, calculo que unos veinticuatro metros, o sea más de setecientos metros en media hora (que es lo más que aguanto de un tirón), por tres tirones al día son algo más de dos kilómetros. Hablo por “guasap” con la familia y los amigos.

En fin, hago lo que puedo por no convertir en cárcel el confinamiento.
Procuro no salir de casa: además de no confiar en los del atril, me resulta deprimente encontrarme las calles vacías, la gente como zombis, los establecimientos cerrados y las palomas guarras arrullándose a sus anchas. ¡Vaya primavera de mierda!

Así que dejen de dar bandazos y de animarnos a los viejos con canciones de ánimo, conciertos a media tarde y mensajes de aliento. Ocúpense en decirnos la verdad desde el atril, en proteger a los sanitarios, garantizar la atención de los desasistidos y aceptar de una vez que el estado de alarma no basta, que el estado es excepcional, se llame como se llame.

Y muestren alguna empatía con los que estos años de atrás han venido echando una mano en las familias: cuidando a los nietos, ayudando a los hijos a pagar el alquiler o la hipoteca, estirando sus pensiones. Se merecen algo más que acabar siendo un número en la estadística de los fallecidos. 

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