Atriles y tribunas para una pandemia
Dentro de unas semanas cumpliré ochenta años. No solo
no me importa confesarlo, sino que me siento satisfecho de haber sobrepasado
con creces el año 1984, aquel hito que me parecía inalcanzable en tercero de
bachillerato, cuando don José Muñoz nos reveló en clase de historia que un tal
Orwell había escrito un libro con ese título. El confinamiento me pilla
recuperándome de una intervención quirúrgica a vida o muerte y una
hospitalización que ha coincidido con la fase crítica de la COVID 19, así que
me ha tocado vivir en directo el trajín y el desconcierto de las UCI, los cambios
de una planta a otra a medida que la pandemia iba ganando terreno, incluso el traslado
de centro cuando la situación se convirtió en crítica. Mi familia me ha salvado.
También buena parte de los sanitarios que me han atendido se merecen mi
gratitud profunda; algunos otros, los menos, ni fu ni fa.
Ahora, contemplo la
vida desde la butaca que he instalado frente al balcón y vigilo en plan vieja
del visillo el comportamiento de la gente: mira, este no guarda la distancia
social, aquel lleva la mascarilla en el cuello, esa ha decidido que la pandemia
no va con ella… Admiro con envidia el vuelo enloquecido de los vencejos. Leo
con la Flaca el Quijote, como otras veces que he estado malo. Oigo la radio y echo
un vistazo a la prensa en Internet. Estoy empeñado en terminar un librito de
memorias de infancia que he ido adelantando por entregas hace tiempo en este
blog. Hago esfuerzos por no vomitar si me encuentro con ellos y ellas en el paso rápido por la pantalla, hablando sin la
menor empatía desde sus tribunas y atriles (ellos y ellas, innombrables, lo
siento). Miro con nostalgia un proyecto de edición que se nos quedó colgado en
la imprenta en febrero, pendiente solo de revisar las pruebas (¿llegará algún
día a presentarse?). Me entretengo devorando series, hojeando revistas antiguas
de nuestra librería y sacando tiempo para ponerme al día de lecturas pendientes.
Doy paseos por la casa: treinta y dos pasos de un extremo a otro, calculo que
unos veinticuatro metros, o sea más de setecientos metros en media hora (que es
lo más que aguanto de un tirón), por tres tirones al día son algo más de dos
kilómetros. Hablo por “guasap” con la familia y los amigos.
En fin, hago lo que puedo por no convertir en cárcel el
confinamiento.
Procuro no salir de casa: además de no confiar en los
del atril, me resulta deprimente encontrarme las calles vacías, la gente como
zombis, los establecimientos cerrados y las palomas guarras arrullándose a sus
anchas. ¡Vaya primavera de mierda!
Así que dejen de dar bandazos y de animarnos a los
viejos con canciones de ánimo, conciertos a media tarde y mensajes de aliento. Ocúpense
en decirnos la verdad desde el atril, en proteger a los sanitarios, garantizar
la atención de los desasistidos y aceptar de una vez que el estado de alarma no
basta, que el estado es excepcional, se llame como se llame.
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