Caín, plural caínes
¿Qué quieren que les diga? A mí el dibujante danés Kurt Westergaard, el de las caricaturas de Mahoma, me merece todos los respetos, aunque reconozca que podía haber apuntado hacia otro lado. Sus caricaturas no me hacen mayor gracia que los chistes a propósito de Moisés o de san Pedro, ni más gracia ni menos; pero puestos a ser correctos tendríamos que olvidarnos de los chistes de negros, de mariquitas, de curas, de viejos, de gangosos, en fin, tendríamos que olvidarnos de los chistes y ponernos a quemar los libros de Marcial, Quevedo, Jardiel Poncela y Mihura. De Voltaire para acá, el libre pensamiento, que es uno de los valores de la cultura occidental, se afirma cada día en la posibilidad que el artista o el intelectual tienen de no dejar títere con cabeza en busca del conocimiento, aunque sea por la vía del humor.
He terminado de leer Caín, la novela de José Saramago, una broma intelectual sobre algunos pasajes del Antiguo Testamento con Caín como protagonista e hilo conductor. Al estilo coñón y reflexivo del autor, que constituye una lección de cómo se deben transgredir todos los preceptos para escribir una novela según Forster, hay que añadirle, para disfrute del lector, la oportunidad de ver planteadas en la historia del primer asesino algunas de las preguntas que a veces nos hemos hecho sobre la extraña personalidad de Yahvé.
La diferencia entre el dibujante danés y el escritor portugués es de índole más bien trágica. El infiel Kurt Westergaard deberá vivir el resto de su vida en la invisibilidad si quiere salvarse de los fieles fidelisimos de Mahoma; mientras el infiel Saramago podrá pasearse libremente por emisoras y ferias, porque los fieles de Yahvé hace dos siglos que aprendieron a no matar cuando algo les molesta. Bueno, no siempre.
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