Vivíamos en un palacio / 5 Este niño tiene vocación
En la escuela de don Gaudencio solía aparecer algunas tardes Eugenio, un seminarista que estaba a punto de ordenarse. Él se encargaba de fomentar la vocación en los niños más piadosos. A mí me habían vestido de cura, incluso de papa, desde pequeño. Yo creo que mi madre soñaba con contemplarme, arrobada, en la Plaza de San Pedro, impartiendo desde el balcón la bendición urbi et orbi... et matri. Así que estaba destinado a entrar en palacio.
Tener vocación o no tenerla: esa era la cuestión primordial allí. A menudo conversábamos entre nosotros, niños de diez y once años, sobre el enigma, "Félix se va a marchar porque dice que no tiene vocación", "a mí me ha dicho don Victorino que es pronto para saberlo", "pues yo creo que sí que la tengo". La vocación formaba parte de aquellas cosas que sabíamos que tenían que llegar, pero que todavía no habían aparecido: algo más bien físico que descubríamos en los mayores, a los que veíamos, sobre todo cuando llegaba la primavera, abandonar el recreo de repente y dejar el partido a medias para entrar en la capilla, como movidos por un resorte de urgencia. Luego salían un poco traspuestos, aunque yo interpretaba que podía ser también por el intenso olor de las azucenas, capaz de tumbar al más plantado. Observaba de reojo a mis compañeros en los rezos y cuando íbamos por los pasillos, para ver qué cara ponían y si ya les había llegado. Algunos signos eran detectores de que la cosa iba por buen camino: caminar cruzando las manos dentro de las mangas; llevar la cabeza baja y los ojos medio cerrados para pasar desapercibido o, tal vez, para lo contrario; cojear sin exageración, mostrándose lacerado por el cilicio. También descubrí que la vocación, tal como yo la entendía, era cosa de algunos ratos sí y de otros no. Por ejemplo, casi todos perdían la vocación en los paseos de media semana y de los domingos, una vez que los superiores, después de atravesar las calles de Arenas, daban permiso para romper las filas. Tampoco la notábamos en los partidos de fútbol o de pelota a mano, durante los cuales nos brotaba otra más reconocible: la de hinchas de Sierra o de Moraña. Y, sobre todo, en mi caso se diluía como la miel que ponían en el desayuno para endulzar la leche, cuando llegaban Papá y Mamá una mañana de domingo "de visita". Entonces me sentía arropado, por fin, e imploraba en silencio los mimos que mi hermana estaba usurpándome.
Cuando llegué a Segundo, ya lo tenía claro: a mí no me había llegado. Así que me fui a ver al Vicerrector y se lo dije. "Lo que te pasa es que tú todavía no has sentido la llamada, debes esperar un tiempo, aguanta este curso". Y para que me distrajera de mi intención de abandonar el palacio o tal vez porque de verdad cantaba bien, el caso es que me metió en el coro. Allí comenzó mi breve carrera musical, a la espera de que la dichosa vocación apareciera de una vez. ¿Sería la vocación algo parecido a los pelos del sobaco?
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