miércoles, 4 de agosto de 2010

Vivíamos en un palacio / 9. Los meones


No estaba permitido abandonar el dormitorio si no era por causas mayores, un eufemismo que encerraba el significado vergonzante de algo para lo que no acabábamos de encontrar expresión adecuada. Cada uno tenía debajo de la cama su perico por si aparecía la necesidad menor, que era casi todas las noches. En la madrugada escuchaba atento el ruido ondulado del pis (la palabra era allí cursi, de niño de ciudad) chocando contra la caja de resonancia del bacín y yo jugaba, escondido en la oscuridad, a averiguar a los pies de qué cama era el suceso. Por la mañana, tras las palmadas y el saludo inicial, “Ave María purísima”, una procesión de orinantes con la ofrenda de su bacín se dirigía a algún lugar con objeto de dejarlo listo para la noche siguiente. Lo de hacerlo a los pies de la cama era la norma, por lo que ya teníamos cuidado de dejar el orinal a mano. La broma de algunos consistía en aprovechar el primer sueño y hacerlo en el perico de otro, imaginaba yo que tirando de algún registro sordo para apagar la melodía de la fuga.
Aquella obsesión de las noches, que tenía mucho que ver con el sentimiento de soledad y también con la música (aunque entonces no habría sabido explicarlo), me llevó a orinarme en la cama cada madrugada. Así fue como me convertí en miembro del grupo de “los meones”, calificación degradante que nos pusieron los compañeros “sin ninguna caridad”, a tres o cuatro niños que amanecíamos mojados. Colchón, sábanas y hasta la almohada pendían por la mañana como colgaduras delatoras de las ventanas que miraban a Gredos, como señales de socorro.
Alguien tomó una decisión: llevarnos a un dormitorio pequeño que daba a un patio interior para que nos meáramos sin escándalo ni escarnio. Y allí fuimos a parar. Desde arriba, el suelo empedrado del patio neoclásico llegó a ser alguna vez un reclamo oscuro y lejano, “efecto de las malas lecturas”, advirtió el padre espiritual cuando se lo confesé, “no pienses más en ello, reza un padrenuestro y tres avemarías”. A eso de las tres, entraba don Bernardino en el dormitorio y con amabilidad exquisita, como siempre hacía él las cosas, nos llamaba, “Jesús, arriba”, para tratar de que no ocurriera lo inevitable. Su sacrificio era en vano. Hasta que una mañana, sin previo aviso, supe que aquello no iba a volver a ocurrir. Así se lo comunique a don Bernardino. Él prefirió darse de margen unos días antes de decidir que podía volver a la sala de los conciertos nocturnos y me devolvió a la normalidad en cuanto se aseguró de que se había producido el milagro, “ves, eso ha sido porque has rezado todas las noches a la Virgen”. Los otros meones tuvieron que rezar algunos meses más.

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