miércoles, 23 de febrero de 2011

¿Dónde estaba el 23-F?


Es la pregunta a la que todos, incluidos Tejero y Bono, estamos invitados a responder. Pues verán:
Eran como las seis y media de la tarde y me dirigía a mis clases del bachillerato nocturno en el Instituto Simancas de Madrid: Arturo Soria - García Noblejas - Zaratán. Al llegar a la Cruz de los Caídos pongo la radio: algo pasa en el Palacio del Congreso. Casi me preocupa más lo que pueda estar ocurriendo en el instituto, la verdad (soy jefe de estudios). Por aquellos años los antiguos penenes, ya funcionarios, no se han desprendido aún de sus consignas reivindicativas e identifican a la junta directiva con la caverna (así nos denominan), alineados ellos con una asociación de padres dirigida por un ama de casa comunista que acostumbra a entrar en las clases cada lunes y cada martes para llevarse a los chicos a la mani que toque. Sin embargo, tengo los mejores recuerdos de aquellos años: estábamos vivos. Cuando llego al insti, efectivamente está ocurriendo lo que me temía: desbandada general. Los alumnos son gente adulta. Recuerdo a una azafata, un guardia urbano, una madre de familia, dos camareros, todos ellos con obligaciones familiares y preocupación en ese momento. Y los profes, lo mismo: el rojerío, como llamábamos con más condescendencia que cordialidad (lo confieso) a la anticaverna, aterrorizados porque se veían ya protagonistas de otra causa general o, por lo menos, del exilio. Lara (disimulo los nombres) salió corriendo a salvar el fichero de los socialistas de la agrupación de Ventas, eso dijo. Después contó que lo había destruido. Y Cuesta se despidió de mí con solemnidad como salido del cuadro de Torrijos y sus compañeros, perdonándome como si yo estuviera implicado en el golpe. El caso es que se marcharon y me dejaron allí solo con los bedeles: ¿Qué hacemos, don Jesús, cerramos? Llamé al director y le transmití la misma pregunta: ¿qué hacemos? Me aseguré de que no quedaba nadie procaverna ni anticaverna dentro y ordené cerrar. Despues vino la noche de los transistores. Por la mañana me vestí de clase media, cogí el carné del Ateneo como salvoconducto (el Ateneo de Madrid está muy próximo al Congreso) y me fui al lío en el Metro: no quería perdérmelo. El carné me sirvió para pasar los tres cordones policiales de seguridad: "Lo siento, tengo que ir al Ateneo, que está en Prado". Por Santa Catalina desemboqué en la Carrera de San Jerónimo y, allí apostado, presencié la espantada de los guardias por las ventanas, la salida de los diputados y el trajín de tricornios y gorras de plato. Algún fascista que otro lanzaba arribaespañas que inquietaban a casi todos.
Una historia vulgar, nada heroica, la mía, que no podré contar jamás a la nieta porque ya la veo bostezando. Del 23-F me ha quedado a mí también un cierto aburrimiento que estos días se acrecienta cuando en las televisiones y en la prensa veo que cada cual echa su cuarto a espadas en una partida de mus interminable.

1 comentarios:

jmrwinthuysen dijo...

Vuelve pronto de la casa del dolor, querido Jesús, para que te cuente mi historieta de ese día. Hoy no: te salva que estás delicado.
Un gran abrazo,
Juan

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