miércoles, 17 de agosto de 2011

Senén Pérez (1956-2011)

Libreros y autores suelen mantener una relación de dependencia mutua que no siempre se traduce en cordialidad. El autor querría ver su libro siempre en el escaparate o en la mesa expositora principal, porque ¿qué libro puede haber más interesante que el suyo? Por su parte, el librero necesita ante todo vender y tiene que renovar cambiando de mosca para pescar en las aguas, cada vez más turbias, de la masa lectora. Se podría escribir una historia extensa sobre estas relaciones. Sería un éxito. Recuerden la relación tenebrosa de Valle-Inclán con los libreros madrileños, sobre todo con Pueyo.
Senén, el librero de Ávila, entra en al capítulo de las excepciones. Era un librero que leía y podía conversar con los autores de algo más que de ventas y liquidaciones.
Mi amigo, el escritor Juan Martínez de las Rivas, me honra pidiéndome que acoja en mi blog el obituario que dedica a su amigo Senén. Yo me uno al sentimiento de estupor que siempre produce la muerte de una persona joven y a la sensación de que se ha ido alguien que era necesario en la ciudad.
(Foto de Mónika Martínez de las Rivas)

En la vida del librero (además de editor y fotógrafo) Senén Pérez hubo muchas bicicletas. Sentía pasión por esos ingenios de dos ruedas que muestran con genialidad sencilla lo mejor de la inventiva humana. Le debo, entre muchas otras cosas, las más perfectas dos horas que he pasado rodando en uno de ellos. Habíamos salido antes a excursiones cortas. Una de ellas (hasta La Colilla, sobre senderos nevados en los que las ruedas ahondaban en el barro y frustraban cada poco el pedaleo) figuraría como mi peor recuerdo de sillín y manillar, de no ser por el humor con que Senén afrontaba estos ─y todos─ los contratiempos. En esa temporada solía proponerme que me uniera por un día a su grupo de ciclistas de montaña. Yo me negaba con razones fundadas en mi capacidad y preparación, escasas para seguir la marcha de sus compañeros, entre los que se encontraba Arroyo (sí, el que fue segundo en un Tour). Reconozco que no era la única razón: Arroyo tenía fama de exquisito bromista inclemente con los novatos y lo menos que podía esperar, al parecer, era que una simuladamente defectuosa maniobra suya me llevara volando a caer en un zarzal. Senén me invitó entonces a recorrer sin compañía peligrosa uno de sus itinerarios preferidos del campo próximo a Ávila y en el que se sucedieron todos los variados escollos que puede sortear una bicicleta de ruedas gordas, desde un camino imaginario a una autovía, hasta que reaparecimos a la civilización en Carrefour, tras el que denominaban “prado de los cocodrilos”, por cierto largo e hilarante chiste contado allí en ocasión anterior y repetido ese día. Lo de soltar chistes mientras se asciende penosamente en un agotador final de etapa sobre hierba encharcada es otra muestra del ánimo de estos ciclistas. En mi recuento de la jornada anoté, como cosas de las que no hablar al volver a casa, una caída por desequilibrio y otra de salida recta del camino en una curva de bajada con arena, por tratar de seguir un ritmo manifiestamente inalcanzable para mí, a pesar de que Senén había sufrido pocos meses antes una de las muchas cruentas operaciones contra la enfermedad que lo atacaba. Pero acabé esa excursión, conversando en la gasolinera en la que desprendíamos a chorro de manguera el abundante barro de las máquinas, con la placentera certeza de haber vivido una experiencia superior a mis posibilidades. Una muestra de generosidad suya, actuar como guía, porque para él, que de joven dudó si pasar del ciclismo aficionado al profesional, venía a ser un simple paseo, aunque lo disimulase amistosamente.
De sus muchas historias de bicis recuerdo con singular emoción una que sus amigos de visita diaria a la librería vivimos por capítulos, la del robo de uno de los ejemplares de su colección, una vieja italiana de carretera, creo que una Pinarello, que la mañana de su desaparición había sacado para un corto paseo urbano y aparcado a la entrada de la librería, sin candado, confiadamente. En una ciudad tranquila como Ávila estos sucesos inquietan y extrañan más que en otros lugares más progresados, y los amigos compadecíamos a diario en la librería su apenas expreso disgusto y le pedíamos noticias. Por supuesto, no esperábamos más que con débil esperanza que la bicicleta robada reapareciera. Uno de sus hijos, sin embargo, no se resignó a contemplar la aflicción paterna sin actuar, y ─secretamente para Senén─ pesquisó en los ambientes juveniles, digamos que gamberros, de la ciudad. Tras acertar la pista y ponerse convincentemente pesado con la pandilla en la que se escondía el sospechoso, recibió un recado:
“Esta noche estará la bici en el puente del Adaja, pero no quieras saber más del tema”.
El joven hijo, sin atreverse ─por respeto y por ajustada intuición dramática y ceremonial─ a montarse en ella, empujó la bicicleta río afuera, muralla adentro y cuesta arriba, y, cuando se aproximaba a la casa familiar, telefoneó a su padre.
“Asómate, Papá, que quiero que veas algo”.
Senén vio desde el balcón aparecer calle abajo, envuelto en luz de farolas, a su hijo empujando la que iba descubriendo ─seguramente ansiando, temiendo soñar─ como su bicicleta robada. Cuando llegó a la altura de la casa, y empezaba su padre a creer que de veras regresaba la vieja italiana de bello cuadro esquelético, el joven la alzó con los dos brazos, ofreciéndosela en triunfo de afecto filial. Es una historia de bicicletas y de gestos, pero es más una historia de familia, de la ejemplar familia de Senén, Sonsoles y sus tres hijos.
Senén fue librero, y también fue un fotógrafo aficionado que fotografiaba como un profesional, un editor aficionado que editaba como un profesional (dos libros de Aganzo, uno de Aramburu: tres joyas), un ciclista aficionado que pudo ser profesional, y un amigo cuya amistad no admitía mejora. Como librero no se conformó con vender buenos libros: leyó con intensidad a los narradores españoles contemporáneos, de los que sabía aconsejar lecturas con tino, y, cuando su salud se lo permitió, produjo un programa literario en la radio SER local, presentó libros, y patrocinó un concurso de narrativa del que conocí el esmero con que se planeaban sus ediciones, porque me invitó a formar parte del jurado, sumándome a él y a los poetas Fernando Romera y David Ferrer. Ese concurso duró ─Ávila es así─ hasta que el concejal de Cultura de turno, falto de ideas y obligado a hacer algo porque para eso lo habían nombrado, convocó un concurso literario municipal juvenil para las mismas edades y en las mismas fechas. Senén, discreto que era, calló el atropello y se alegró de que algo al fin se hiciera por fomentar la escritura entre niños y jóvenes.
Tuve la suerte de disfrutar durante década y media, casi a diario, de su humor de retranca y de su ánimo constructivo, en mis visitas a la librería de su nombre y en las comidas que compartimos y en las que desplegaba su vocación de gourmet, y en los tés japoneses que ofrecía en los bajones de su enfermedad, en su casa, de la que salías con el ánimo recrecido por la entereza con que afrontaba los golpes a su salud. Quiero recordarlo vivo y vivo es ser narración que prosigue, que no alcanza su final, como las de las muchas historias en que figura su persona, como los proyectos vitales que alentó. Contaría, por ejemplo, cómo se aficionó al Christmas Pudding o a la cata de tés o cómo trajo a Frank McCourt a Ávila, y algún día lo haré y reiremos un poco con él y en su recuerdo.

Juan Martínez de las Rivas, 16 de agosto de 2011.

Senén Pérez Núñez murió el 15 de agosto de 2011 en Ávila.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Emocionante, profundo.

David Ferrer dijo...

Precioso texto sobre una gran persona que nos ha hecho a todos algo mejores en estos años de charla, tertulia y convivencia

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