He vuelto a San Antonio para comprobar si es verdad que sobre los estorninos ha caído por fin orden de desahucio tras una larga okupación con K en la que se han aplicado a engorrinarlo todo. Y sí. Ya se puede respirar por los paseos sin miedo a asfixiarse con la fetidez ácida de sus excrementos. Puede uno sentarse en los bancos sin riesgo de arruinar el pantalón (por cierto, ¿dónde habrán ido a parar los viejos bancos de piedra con inscripciones de la antigua Alhóndiga que jalonaban el paseo central?). Ya se puede, en fin, disfrutrar de un jardín histórico que data nada menos que de 1583.
San Antonio podría ser el salón de Ávila, como lo es en Palencia el de Isabel II, en Valladolid el Campo Grande, San Francisco en Oviedo o la Alameda de Cervantes en Soria. Un salón más pequeño, sí, pero al fin y al cabo un salón, es decir, un paseo arbolado en medio de la ciudad, un locus amoenus donde juegan los niños y cuentan la mili los viejos, un lugar sin estorninos, botellones ni otras plagas. Eso se consigue amando los lugares y apreciando su valor histórico y social. Así que enhorabuena al Ayuntamiento si es para siempre y si los estorninos no cambian de barrio, que ya empiezo a verlos probando, probando por la Catedral y algunos otros lugares.
Y ya puestos, vamos ahora con las palomas.
Quienes vivimos dentro del casco histórico, intramuros, cumplimos una misión: demostrar a los turistas que esto todavía no está muerto, que vivimos en las mismas calles donde nació Victoria, creció Teresa de Ahumada y murió ajusticiado Bracamonte. Pero queremos vivir limpios y sanos, ya que no ricos. Ávila centro (estoy oyendo ya decir a algunos: ¡huy, si solo fuera el centro!), Ávila centro, repito, está invadida por palomas. Ya sé que la paloma es un animal con buena prensa desde lo de Noé y el ramito de olivo. También ayudó mucho el soporte simbólico de la Tercera Persona en el misterio de la Trinidad. Y no digamos la Paloma de la Paz de Picasso y el bellísimo poema de Alberti Se equivocó la paloma. Pero lo cierto es que las palomas que conviven con nosotros, en nuestros balcones, en calles, plazas y tejados son una plaga de aves guarras, ratas con alas que transmiten enfermedades como la ornitosis, neumonía, endocarditis, hepatitis e incluso encefalopatía y alveolitis alérgica. Y sobre todo, asco, mucho asco, asco extrínseco y esencial cuando cada mañana vemos nuestros balcones adornados con sus excrementos, cuando tenemos que descastar los nidos que hacen delante de nuestras propias narices, cuando tenemos que contratar servicios de limpieza extraordinarios para limpiar tejados, canalones y bajantes. Patios interiores convertidos en corrales inmundos, balcones que son estercoleros (uno en la misma entrada de la casa consistorial, amenazando a quien esté tomándose una copa en los barriles de los soportales); conjuntos escultóricos, como el de la capilla de Las Nieves, guarreados y repugnantes. Cuando llueve, el hedor es insufrible. No vale con pasar la maquinita a las siete de la mañana por las calles para limpiar lo que ve la suegra. No vale con instalar jaulones y “controlar” la población. No se controla la población de ratas, se las extermina simplemente. Ecologistas, viejecitas bienintencionadas que las alimentan con amor, defensores de los animales, protéjannos a nosotros, los herederos de las casas de Jimena Blázquez, el judío Andrín, Ochoa de Aguirre y Eusebio Pérez. Nosotros somos animales inofensivos, amables, no transmitimos bubas ni tercianas. Solo queremos vivir en paz sin palomas de la paz. Prometemos seguir informando con amabilidad a los visitantes de cómo llegar a La Santa, dónde se puede tapear antes del chuletón y en qué pastelerías se compran las mejores yemas; pero protejan la salud de esta especie a extinguir que somos, que se resiste a marcharse a vivir al quinto carajo.
Señor concejal de palomas y medio ambiente, ya sé que no es fácil acabar con la plaga porque habría que empezar por obligar a los propietarios de casas abandonadas a que mantengan conservados sus edificios, ¡con lo que eso resta! Ya sé que corren malos tiempos, que no hay dinero para nada que no sea imprescindible. Pero como me dé una encefalopatía de esas o una alveolitis alérgica, le advierto de que cogeré la escopeta y voy a organizar una tirada de pichón de las que no han vuelto a verse desde cuando entonces.
El único palomar que visito voluntariamente, con agrado, es el de Gotarrendura porque allí no queda una sola paloma. Se han venido todas a mi barrio.
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