Recortes en Ávila
Lo he dicho en la SER esta mañana.
Cada mañana amanecemos con un susto nuevo, lo que puede llevar a que dejemos de asustarnos, convencidos de que lo nuestro es un simple estado de ánimo, que estamos tristes o un poco deprimidos, vaya, y que lo que necesitamos es una tanda de sesiones de terapia de grupo o algo de psicoanálisis; pero lo grave es que nuestro psicoanalista argentino, que vendió las acciones de Repsol a tiempo, está empezando a asustarse también porque sabe que no se trata de un síndrome ni un complejo, sino simplemente de que están disminuyendo las consultas y los pacientes han vuelto a los confesonarios porque les sale mucho más barato. Lo que ocurre no viene en los manuales o en los tratados que desarrollaban las doctrinas de Freud o Jung.
¿Cómo entenderán en el futuro los estudiantes de Economía el fenómeno de los 5 ó 6 millones de parados en la nación que poco antes había sido la undécima potencia económica del mundo? ¿Cómo se explicará el fenómeno cuando hayan pasado cuatro generaciones, es decir en 2099?: “Pues lo que pasó –contará el abuelo– es que los bancos se empeñaron en que los clientes debían aceptar préstamos para adquirir inmuebles, las inmobiliarias vieron el negocio e hincharon los precios, a más altos precios mayores y más fáciles de conseguir los préstamos, hasta que el sistema reventó por sí mismo y todos, prestatarios y no prestatarios tuvieron que acudir en socorro de bancos y cajas, para que los más ricos y los políticos que se habían sentado en los consejos sin la menor idea de economía ni de ética social pudieran seguir siendo ricos o políticos o ambas cosas, como ocurrió aquí mismo en Ávila, donde se cumplió el paradigma con un presidente de caja que podía decir, como el personaje de Mihura en Tres sombreros de copa: ‘Yo soy el señor más rico de la provincia’, ¿has entendido, hijo, el porqué de aquellos recortes?” “Más o menos”, responderá el chaval. “En fin, que podía habértelo dicho como se decía entonces: que nadie da duros a peseta”.
Pero los recortes de todas las crisis tienen nombre y apellidos. La otra tarde, en Pradosegar, conversaba con Marcos, un niño de doce años listo como un conejo de monte. Iba a empezar en septiembre la ESO en el colegio público de Muñana, como se acordó hace años para atender racionalmente a esta población dispersa de chicos de los pueblos; pero la Junta de Castilla y León ha decidido de repente que no: que ni Marcos ni 6 niños más de Muñana, 2 de Amavida, 1 de Villatoro y uno más de Cepeda de la Mora podrán estudiar allí, a pesar del informe favorable de la Inspección, sino que tendrán que venir a la ciudad a diario, al instituto Jorge Santayana. Aunque alguna familia hubiera querido matricular a su niño o a su niña en un colegio, tampoco habría podido porque el plazo de preinscripción ha terminado a primeros de abril y la decisión de la Junta ha llegado el otro día. ¿Lo habrán hecho a propósito o serán así de torpes?
“A mí sí me gusta el Santayana –aclara Marcos–, pero es que son 90 kilómetros o más todos los días y me voy a tener que levantar a las siete de la mañana, y cuando quiera volver a casa para comer ya son las cuatro y media de la tarde, y en invierno...”
Muchos días –pienso– se cruzará por el camino con el presidente que viene o vuelve de su pueblo por esa misma carretera, agotado de tanto consejo de administración, tanta inauguración, posado, aplauso y “ánimo tú déjalos que digan ladran luego cabalgamos”.
Marcos y sus compañeros harán 500 kilómetros semanales, 2.000 al mes: para que el aeropuerto de Albacete pueda seguir prestando servicio a 937 pasajeros al año (es decir, a 2,3 pasajeros al día) o el de León siga abierto para los 130 pasajeros al mes que tuvo el pasado abril; para que la televisión de Castilla y León siga con sus reportajes de hora y media sobre aquella romería de honda raigambre; o para que los 17 parlamentos, ¡17!, continúen evacuando leyes, reglamentos, ordenanzas y todo tipo de papeles duplicados e inútiles.
Cómo no vamos a estar indignados, aunque no vayamos todas las tardes a las asambleas de El Grande. Cómo vamos a permanecer callados cuando comprobamos que los recortes afectan más a los más débiles, a quienes no han tomado parte en el festín reciente y ahora tienen que alimentarse de consejos y reprimendas.
¿No les da vergüenza? ¿No le da a usted vergüenza, señor presidente?
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