Crónica de Las Tunas
Las
Tunas, en el Oriente cubano, es una ciudad extendida a lo ancho, con gentes
amables que no acosan al viajero como ocurre en La Habana. He viajado hasta
allí para asistir a la presentación de dos libros de Caldeandrín: Tulipa, la novela de Mayda Anias y Siete entre cuatro, el libro de relatos que acaba de ver la luz. Mayda Anias en Las Tunas es un
personaje. No le han cerrado las puertas del reconocimiento, como suele suceder
con cualquier escritor o intelectual que se marcha a vivir al extranjero. La
han recibido con cariño. En Televisión-Las Tunas, Waldina, directora de
programas, pone en la parrilla de máxima audiencia la entrevista cuidada y
extensa con la autora para presentar Siete
entre cuatro. Me permiten estar presente en el estudio y puedo comprobar la
profesionalidad con que trabajan técnicos y periodistas con tan escasos medios.
La realizadora da paso a los cuadernos
del programa a ritmo de rumba, pero eso sí, muy seria. Y los dos comisarios
guardianes de la ortodoxia, uno en cabina y otro en el estudio, me parece
que se aburren. Carlos Téllez, otro director de programas, es acogedor con
nosotros.
A la una nos vamos a comer a El Ranchón: verá, amigo, si podemos almorzar en media hora nos quedamos, al camarero le sorprende tanta prisa, nos dice que sí y cumple con lo pactado. Una familia de gatos hace guardia ante la mesa y maúlla exigiendo lo suyo. Volvemos con el tiempo justo a los estudios de televisión. Desde allí, sin perder minuto, a la Universidad Vladimir Illich Lenin, ¡qué miedo!, para presentar Tulipa. Son las dos y media, una hora inusitada en España para celebrar otra cosa que no sea un almuerzo. Cae sobre la comitiva un sol que no entiende de revoluciones, pesado como una bandada de auras. El acceso a extranjeros está prohibido, pero Waldina y su equipo me colocan en medio, como si fuera un detenido, y cuela que pueda ser uno de ellos. Los claustros de la universidad están envejecidos, con manchas de humedad, pero limpios de pintadas y llenos de vida. Pasan estudiantes con sus bicis por las galerías porticadas y en la campa hay algunos caballejos pastando. Han llegado nubes del Oeste y oímos que se acerca una tormenta. Cuando entramos en el teatro (aquí sería el salón de actos) el público expectante nos regala sonrisas de bienvenida. Yalilis, jefa de departamento adjunta al Rectorado para lo concerniente a becas y residencia de estudiantes, presenta a la autora. Todos los asistentes han leído Tulipa y han descubierto en la obra la novela fundacional de Las Tunas: una Comala o un Macondo isleños. Le preguntan a la autora por la ascendencia del novelista cubano Guillermo Vidal (1955-2004) sobre su obra, ella la reconoce, se declara su amiga y desvela que Vidal tuvo tiempo de leer y alabar el primer capítulo de Tulipa. Mientras se celebra la presentación, diluvia durante media hora y surge del suelo un vapor sofocante, como el recuerdo del ciclón que soportó Primitivo Xiques, el protagonista de la novela. Firma de ejemplares y donación de algunos para la biblioteca universitaria. La televisión recoge una segunda entrevista para un programa nacional que no hemos llegado a ver porque se ha emitido cuando volábamos de vuelta a España.
La tercera parte del día es una tertulia gozosa de amigos en el Hotel Las Tunas. Invadimos la cafetería y hay ron Habana Club y Tu Kola (la versión castrista de Coca-Cola, por cierto muy buena) en las mesas. Yalilis, la gorda más guapa y más amable que he conocido, y Waldina, que han sido en otro tiempo alumnas de la autora en la universidad, cuentan viejas historias, todas buenas. Carlos Téllez me confiesa al final que le habría gustado conversar largo y tendido sobre el panorama literario en España, otra vez será, me abstengo de decirle lo que pienso, que panorama, lo que se dice panorama, no se ve, si acaso paisajitos, que aquí la cosa va por autonomías, pueblos y pedanías, no como allí. Y allí están también Rodolfo el bancario, Alexis el meteorólogo y Jorge Rosabal, un profesor con muchas horas de vuelo, retranca infinita y devoción por las mujeres, si son negras, mejor. Y Carlos, el marido de Waldina, que se ha empeñado en conservar impecable, con repuestos originales, un descapotable yanki de los años 50 en su más pura esencia, un artista lleno de inspiración que nos regala una escultura en barro cocido. Gente culta, creativa, entrañable, merecedora de más libertad, ¡carajo!, aunque ellos no lo declaren.
Es hora de volver a casa. La despedida es hasta pronto.
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