Día del libro
Mañana
volveremos a celebrar el Día del Libro.
Es lo que nos queda hoy de Cervantes y
su caballero don Quijote, secuestrados los dos por cervantistas y
conmemoraciones más o menos rimbombantes. Debería volver el rector Unamuno para
poner orden en el escuadrón que se proponía rescatar el sepulcro del caballero,
pero seguramente nadie le entendería.
Abril es el
mes del libro, ese montón de hojas encuadernadas que sufre la embestida de
ordenadores, tabletas, libros electrónicos y artefactos varios que amenazan su
supervivencia. Yo soy más del libro, así que expondré aquí su apología, escrita
antes negro sobre blanco con pluma, a la antigua, después pasada por el
ordenador y, por fin, impresa. Podía haberme saltado, como acostumbro a hacer,
la fase de manuscrito, pero hoy no he querido porque este es un acto de
protesta a la antigua. El legado de Gutenberg, que ha protagonizado la aventura
del saber desde mediados del siglo XV, va a ser desplazado –eso dicen− por la
nueva galaxia Bill Gates, que, por lo pronto, está entonteciendo a una
humanidad más interesada en informarse que en saber.
Entras en
esta librería de Barcelona, recorres sus secciones, compruebas que es
preferible leer a Saramago en portugués que en español porque todavía recuerdas
la lengua que estudiaste en la carrera, admiras la exquisitez de esta edición,
te asombra que se publiquen tantos libros de cocina en la civilización de la
comida rápida, eliges un marcapáginas que entone con el libro de Espriu que vas
a llevarte, te interesas por una edición de bolsillo de El collar de la paloma que prestaste y nunca te devolvieron,
respiras el aire de las artes gráficas, el mismo que disfrutabas hace unos
meses en la Oficina Plantiniana de Amberes. Y caminas hacia la Rambla,
dispuesto a leer versos de Cementiri de
Sinera en una terraza. Cuando llegues
a casa, le harás sitio entre la E y la F, porque es el lugar que le corresponde
en la organización alfabética que un día decidiste para la biblioteca de
literatura. Y vigilarás que sus vecinos Vicente Espinel, Concha Espina o Fernán
Caballero sean amables con el poeta que escribió en otra lengua.
Los libros
son tu paisaje cotidiano. Cada uno de ellos cuenta una historia y es, como
objeto, una historia en sí mismo. Este lo encuadernó el maestro Nicolás, que
tenía el taller en la Casa del Caballo; este otro lo escribiste tú,
¿recuerdas?, ¡cómo no vas a recordarlo si te llevó cinco años de aislamiento
casi absoluto!; aquel fue un regalo de convalecencia y aquel otro te sirvió
para preparar la conferencia sobre Lepanto en 2005; este de Galdós, en fin, que
tiene el lomo desprendido –a ver si lo arreglas de una vez−, es el que la madre
leía y releía en los últimos años, olvidando por la tarde lo leído en la mañana.
¿Qué haríamos
los letraheridos sin los libros, sin las librerías? Aquí tiene usted una
tableta con 1.500 libros incorporados, si lo piensa bien le sale cada libro a
menos de 1 euro, y puede usted descargarse otros 1.500 por 50 euros más.
Algunos ciberpasmados® se emocionan con la idea de que pueden llevarse a la
playa o a la isla desierta una enorme biblioteca, más desmesurada que la que
inventó Borges, pero, en realidad, solo se llevan una carga del estrés del que
dicen querer desprenderse.
Me quedo con
este librito de Azorín, Un pueblecito.
Riofrío de Ávila, que releo, editado para Austral en rústica con
sobrecubierta. Lo compré en Medrano cuando cursaba 5º de bachillerato y hoy sus
hojas son algo más oscuras que entonces. Estamos envejeciendo juntos y hemos
establecido una relación que va más allá de la del usuario que busca con
displicencia su fichero en la pantalla digital. Cuando vuelva a Riofrío un día
de estos, buscaré una flor de tomillo para dejarla entre la solapa y la cubierta
en señal de alianza.
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