LOMCE, la última reforma (por ahora)
Este profesor
recién jubilado, que pasea un viernes
por El Grande, contempla a los chicos de Secundaria iniciándose en el ritual
del fin de semana: ellas compitiendo por ser las más originales en atuendo y
ellos, los pobres, boquiabiertos ante tanta exhibición. Han sido sus alumnos
hasta el otro día. Algunos incluso lo saludan. Viven ajenos a la última
reforma, como si no fuera con ellos. Y es que, en verdad, no va con ellos.
La educación, o tal vez debería decir la enseñanza, ya
no sé a qué atenerme, se ha convertido en una enorme mesa de cocina en la que
ensayan sus recetas los políticos, que ofician de auténticos chefs, comandando
equipos de pedagogos advenedizos (los buenos nunca intervienen en estas aventuras), sindicatos de profesores, asociaciones de padres,
sindicatos de estudiantes, asesores de consejerías y rara vez, profesores de
aula, seleccionados, eso sí, rigurosamente por su adhesión al proyecto de
turno. El panorama, contemplado desde la experiencia de las siete u ocho
reformas que ha padecido este profesor que acaba de jubilarse, produce más pena
que otra cosa. El docente que traemos hoy aquí, al que pueden poner el nombre y
apellidos de alguno de los miles de profesionales de la enseñanza, se graduó a
finales de los sesenta. Era maestro o licenciado y fue contratado en un colegio
para dar treinta horas de clase semanales más complementarias, hasta sumar
cuarenta. Preparaba a sus alumnos para aprobar reválidas y superar el Preu. Si
era despedido por el titular, podía acudir al sindicato de enseñanza y
actividades diversas, donde convivían garrulos que habían puesto un colegio de
barrio con doctores en física, profesores de autoescuela y trapecistas. O bien
había hecho oposiciones o se había apuntado a las listas de interinos, que
fueron creciendo a la par que la población en edad escolar hasta convertirse en
inmensas bolsas de trabajadores de la enseñanza que hubo que convertir en funcionariado
de aquella manera.
Este profesor, que tiene poco o nada de
personaje imaginario, tuvo que poner en marcha la Ley Villar, allá por los
setenta, y adaptar sus métodos a un modelo de educación personalizada basado en
la evaluación continua y la coeducación: EGB en tres ciclos, un bachillerto de
tres años (el BUP) y un Curso de Orientación Universitara que se remataba en la
Selectividad. A finales de los setenta, ya con la democracia, los políticos
todavía demostraban alguna sensatez y fueron capaces, con los pactos de la
Moncloa, de consensuar y poner en pie una ley de financiación que permitió
llenar España de colegios e institutos, construidos deprisa y corriendo, pero construidos
al fin.
A partir de ahí, fue el desastre. El primer gobierno socialista paralizó
una reforma / retoque de los ciclos de EGB y del Bachillerato para ensayar la
LOGSE, en la que metieron mano a degüello los nuevos gobiernos autonómicos,
interviniendo en los currículos (los antiguos programas) con contenidos más o
menos caprichosos. Era la época de Maravall y Rubalcaba, que tuvieron que
vérselas con una huelgona de un mes en la enseñanza pública. La cosa se solucionó
por agotamiento, de los sindicatos de
profesores, que no de Rubalcaba. Así que el profesor sin nombre pero real se
lamió las heridas y aprendió lo que era el aprendizaje significativo que
predicaban por toda la geografía aquellos apóstoles: Álvaro Marchesi, César
Coll, Elena Martín… ¿Quién se acuerda ya de ellos?; aprendió a evaluar
diferenciando contenidos de conocimiento, procedimentales y actitudinales; se
puso a educar en temas transversales (la paz, la libertad, la tolerancia, el
trabajo en equipo) desde su docencia de matemáticas, filosofía o educación
física (lo deseable no cuajó, porque ya se sabe que la resistencia de los
claustros a la novedad, desde los tiempos de fray Luis de León para acá, no
tiene parangón); este profesor se sometió a cursos de formación y
adoctrinamiento que le eran necesarios para acumular puntos con vistas a su
promoción salarial, que de no ser por eso, no habría asistido. La burocracía en
los centros se hizo asfixiante.
Cuando le llegó el turno al Partido Popular, Aguirre, con la excusa de controlar el gasto, comenzó por descabezar todo el sistema de formación del profesorado que los socialistas habían puesto en marcha con los Centros de Profesores. Para ello se inventó una ley de calidad y llevó al ministerio a un escuadrón de asesoras muy arregladitas, con más laca
que ideas en la cabeza y un tufillo a Opus que cantaba (de esto tampoco se
acuerda ya nadie). Mientras, los virreinatos habían seguido haciendo de las
suyas, restando carga horaria a las clases de Español, inventándose programas
de Historia que no eran sino pura mitología regional y, sobre todo, poniendo de
manifiesto que santa Rita, Rita, aquí no vuelve a entrar Madrid, como ellos
dicen, si no es para soltar la pasta. A Pilar del Castillo, algo más sensata,
ya no le dio tiempo a hacer gran cosa, menos mal.
Este profesor al que no hemos puesto nombre no recuerda muy bien a
Cabrera y algo mejor a Gabilondo, el ministro que inundó las aulas de
ordenadores para que los estudiantes aprendieran de todo con las nuevas
tecnologías, incluso ortografía con el corrector de Word. Pero sí tiene
recientes las discusiones sobre quién debía dar Educación para la Ciudadanía,
si el interino de Lengua que tiene que completar horario o el de Filosofía, que
como ya da Ética…, como si la ciudadanía fuera algo que se pudiera enseñar así,
en plan rifa y por turnos.
1 comentarios:
Disculpa, ¿eres Jesús Arribas, profesor de EGB, de matemáticas del CP Madrid, en Barcelona?
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