martes, 21 de mayo de 2013

LOMCE, la última reforma (por ahora)

Este profesor recién jubilado, que pasea un  viernes por El Grande, contempla a los chicos de Secundaria iniciándose en el ritual del fin de semana: ellas compitiendo por ser las más originales en atuendo y ellos, los pobres, boquiabiertos ante tanta exhibición. Han sido sus alumnos hasta el otro día. Algunos incluso lo saludan. Viven ajenos a la última reforma, como si no fuera con ellos. Y es que, en verdad, no va con ellos.
La educación, o tal vez debería decir la enseñanza, ya no sé a qué atenerme, se ha convertido en una enorme mesa de cocina en la que ensayan sus recetas los políticos, que ofician de auténticos chefs, comandando equipos de pedagogos advenedizos (los buenos nunca intervienen en estas aventuras), sindicatos de profesores, asociaciones de padres, sindicatos de estudiantes, asesores de consejerías y rara vez, profesores de aula, seleccionados, eso sí, rigurosamente por su adhesión al proyecto de turno. El panorama, contemplado desde la experiencia de las siete u ocho reformas que ha padecido este profesor que acaba de jubilarse, produce más pena que otra cosa. El docente que traemos hoy aquí, al que pueden poner el nombre y apellidos de alguno de los miles de profesionales de la enseñanza, se graduó a finales de los sesenta. Era maestro o licenciado y fue contratado en un colegio para dar treinta horas de clase semanales más complementarias, hasta sumar cuarenta. Preparaba a sus alumnos para aprobar reválidas y superar el Preu. Si era despedido por el titular, podía acudir al sindicato de enseñanza y actividades diversas, donde convivían garrulos que habían puesto un colegio de barrio con doctores en física, profesores de autoescuela y trapecistas. O bien había hecho oposiciones o se había apuntado a las listas de interinos, que fueron creciendo a la par que la población en edad escolar hasta convertirse en inmensas bolsas de trabajadores de la enseñanza que hubo que convertir en funcionariado  de aquella manera. Este profesor, que tiene poco o nada de personaje imaginario, tuvo que poner en marcha la Ley Villar, allá por los setenta, y adaptar sus métodos a un modelo de educación personalizada basado en la evaluación continua y la coeducación: EGB en tres ciclos, un bachillerto de tres años (el BUP) y un Curso de Orientación Universitara que se remataba en la Selectividad. A finales de los setenta, ya con la democracia, los políticos todavía demostraban alguna sensatez y fueron capaces, con los pactos de la Moncloa, de consensuar y poner en pie una ley de financiación que permitió llenar España de colegios e institutos, construidos deprisa y corriendo, pero construidos al fin. A partir de ahí, fue el desastre. El primer gobierno socialista paralizó una reforma / retoque de los ciclos de EGB y del Bachillerato para ensayar la LOGSE, en la que metieron mano a degüello los nuevos gobiernos autonómicos, interviniendo en los currículos (los antiguos programas) con contenidos más o menos caprichosos. Era la época de Maravall y Rubalcaba, que tuvieron que vérselas con una huelgona de un mes en la enseñanza pública. La cosa se solucionó por agotamiento,  de los sindicatos de profesores, que no de Rubalcaba. Así que el profesor sin nombre pero real se lamió las heridas y aprendió lo que era el aprendizaje significativo que predicaban por toda la geografía aquellos apóstoles: Álvaro Marchesi, César Coll, Elena Martín… ¿Quién se acuerda ya de ellos?; aprendió a evaluar diferenciando contenidos de conocimiento, procedimentales y actitudinales; se puso a educar en temas transversales (la paz, la libertad, la tolerancia, el trabajo en equipo) desde su docencia de matemáticas, filosofía o educación física (lo deseable no cuajó, porque ya se sabe que la resistencia de los claustros a la novedad, desde los tiempos de fray Luis de León para acá, no tiene parangón); este profesor se sometió a cursos de formación y adoctrinamiento que le eran necesarios para acumular puntos con vistas a su promoción salarial, que de no ser por eso, no habría asistido. La burocracía en los centros se hizo asfixiante. Cuando le llegó el turno al Partido Popular, Aguirre, con la excusa de controlar el gasto, comenzó por descabezar todo el sistema de formación del profesorado que los socialistas habían puesto en marcha con los Centros de Profesores. Para ello se inventó una ley de calidad y llevó al ministerio a un escuadrón de asesoras muy arregladitas, con más laca que ideas en la cabeza y un tufillo a Opus que cantaba (de esto tampoco se acuerda ya nadie). Mientras, los virreinatos habían seguido haciendo de las suyas, restando carga horaria a las clases de Español, inventándose programas de Historia que no eran sino pura mitología regional y, sobre todo, poniendo de manifiesto que santa Rita, Rita, aquí no vuelve a entrar Madrid, como ellos dicen, si no es para soltar la pasta. A Pilar del Castillo, algo más sensata, ya no le dio tiempo a hacer gran cosa, menos mal. Este profesor al que no hemos puesto nombre no recuerda muy bien a Cabrera y algo mejor a Gabilondo, el ministro que inundó las aulas de ordenadores para que los estudiantes aprendieran de todo con las nuevas tecnologías, incluso ortografía con el corrector de Word. Pero sí tiene recientes las discusiones sobre quién debía dar Educación para la Ciudadanía, si el interino de Lengua que tiene que completar horario o el de Filosofía, que como ya da Ética…, como si la ciudadanía fuera algo que se pudiera enseñar así, en plan rifa y por turnos.

Las últimas ocurrencias del ministro Wert, con la reforma recién aprobada, pasan por suprimir Ciudadanía y sustituirla por Cívica y Constitucional, arrancarle un curso a la ESO para dárselo al Bachillerato, reformar la Formación Profesional a la alemana, establecer filtros al final de los ciclos y aprobar un estatuto del docente “que ofrezca a los profesores la posibilidad de desarrollar una carrera desde su entrada en el cuerpo hasta la jubilación, en que hacerlo bien tenga su recompensa”. O sea, Pavlov. Nuestro profesor piensa que menos mal que acaba de jubilarse y ya no tendrá que perseguir la recompensa haciéndolo bien, porque a saber lo que entienden el ministro y sus acólitos por hacerlo bien. La portavoz socialista ya ha anunciado que la reforma Wert va a durar lo que tarden ellos en llegar al gobierno y, por su parte, catalanes y vascos han manifestado: esta no es cosa que vaya con nosotros, faltaría más. ¿Y los profesores? ¡Ah, los profesores! Escúchenlos: muchos son el modelo de la desmotivación profesional. ¡Vaya panorama! Hasta la próxima reforma, que no tardará.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Disculpa, ¿eres Jesús Arribas, profesor de EGB, de matemáticas del CP Madrid, en Barcelona?

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