martes, 18 de junio de 2013

Tiempo pasado

 
Cualquier tiempo pasado no ha sido mejor por decreto, ni peor. Solo fue tiempo pasado, abordable desde la nostalgia, lo cual resulta peligroso porque la nostalgia falsea la realidad, conduce a la melancolía y esta, a la frustración; o contemplado con espíritu de polis, de res publica, o sea, de política previa a cualquier presupuesto de forma de gobierno, partido o bandería. Hay todavía una tercera vía de afrontar la visión del pasado reciente, el costumbrismo, muy tentadora para quien aspira a publicar con viñetas a plumilla o a que lo nombren cronista oficial cuando sea mayor. Pongamos un ejemplo. La calle donde vivo, Reyes Católicos, en otro tiempo calle del Comercio, antes de Andrín, cumple hoy, como siempre, su papel de calle de paseo, de ida y vuelta entre El Grande y El Chico; pero ha perdido buena parte del trajín de cuando era un lugar obligado de compras: la mercería de Medina, la imprenta de Sigirano, la farmacia de Piqueras, los ultramarinos de Doroteo, la ferretería de Olegario Pérez… y otros comerciantes que se resisten hoy a desaparecer, como los Mozo de El Arco Iris o los Medrano, en lucha incruenta y sorda con franquicias y chinos invasores.
¿Cómo puedo añorar a aquella viejecita aldeana de los viernes que en primavera vendía “buruja, limpia, buruja”; y de la misma cesta ofrecía en otoño “zarzamoras, lavadas, zarzamoras”? ¿O aquel otro anciano medio tuerto que durante todo el año vendía cucuruchos de saladillas hiciera frío o calor en el rincón del arco? No tengo derecho a evocar con nostalgia a aquellos personajes. Me imagino a la vieja recogiendo el día anterior la boruja de los regatos helados o las moras de las zarzas, preparando antes de amanecer el burro que la traerá a la ciudad, pregonando la mercancía y volviendo por la tarde con las alforjas repletas de los recados que le han encargado las vecinas: aspirinas, cinta para rematar los bajos de una enagua, unas alpargatas del 36 de Quirós. Por todo ello cobrará la voluntad que no será mucha: unas perras o uno o dos huevos. ¿Cómo se llamaba aquella mujer de los viernes que nos despachaba un puñado de zarzamoras por un real? Es más que curiosidad: es un deseo ya irrealizable de haberla llamado por su nombre.
 

Este próximo otoño puedo ir una tarde a Pradosegar en mi coche a “coger moras” para hacer mermelada y poner algunas frescas en el helado, mientras la viejecita disfruta al sol con las vecinas, arropada por la pensión que le llega para no tener que madrugar los viernes y pasar fatigas. Mi actitud debe ser hacer lo que esté en mi mano por que su pensión sea suficiente, porque pueda seguir teniendo cerca un médico cuando se le pone el dolor “tal que aquí”. Y si no quiero arañarme las manos con las zarzas traidoras, puedo comprar “frutos del bosque”, que es el nombre que los cursis le han puesto a las zarzamoras y otras bayas silvestres de toda la vida, y pagarlas, eso sí, como si las hubiera recogido en su regazo perfumado la mismísima diosa Flora en las zarzas que escondían la fuente Castalia. Pero añorar a la viejecita de los viernes en Reyes Católicos porque ¡aquellos sí que eran buenos tiempos!, no. Aquellos eran otros tiempos, casi siempre mucho más duros para los protagonistas sin nombre que hoy son foto en blanco y negro en el álbum del recuerdo.


 

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