Cadáver exquisito
Esta ciudad nuestra o se pasa o
no llega con los muertos, a veces tampoco con los vivos, no conoce el término
medio. Estoy por escribir, si me quedara tiempo suficiente, un ensayo que
podría titularse Algunas bajezas de la ciudad, como réplica
incorrecta de aquella novela histórica o historia novelesca que publicó en 1607
el fraile benito Luis Ariz con el título de Historia
de las grandezas de la ciudad de Ávila.
Dedicaría un
capítulo al jocundo hereje Priscialiano, quien, según el maestro Rodríguez
Almeida, puede estar enterrado en la Soterraña de San Vicente; al cual los
abulenses negaron durante siglos el mérito de haber sido el primer obispo de
Ávila. Todavía hoy su nombre se oculta en beneficio de un tal san Segundo que
se alzó con la primacía en 1519 a pesar de no haber pisado seguramente estas
tierras jamás. Y conste que sé de lo que hablo.
Cómo no abrir un
capítulo para la expulsión de los judíos en 1492. Y para la expiación reciente que
ha tenido lugar con la inauguración del Jardín de Sefarad. Un niño, el de la
Guardia, que seguramente tampoco existió nunca, sirvió para que la Reina se decidiera a firmar el edicto.
Y otro niño, mira por dónde, encuentra un día un hueso y ¡Anda, pues esto va a
ser del antiguo cementerio judío, que debía de estar por aquí!, como si no se
supiera de siempre que el antiguo cementerio de los hijos de Abraham había sido
expoliado y entregado para construir sobre él la ciudad de las carmelitas.
Otro capítulo
podría ser para Teresa de Ahumada, hoy queridísima por instituciones,
patronatos, devotos y hosteleros, pero insultada y hostigada por sus vecinos
cuando se le ocurrió fundar en San José. ¡Dónde se ha visto que una monja se
escape del convento llevándose a unas cuantas hermanas para fundar en otro
barrio!
Otro para Juan
de Yepes (San Juan de la Cruz), encarcelado por sus hermanos del Carmen Calzado,
envidiosos de su influencia y recelosos de su piedad, y entregado a los de
Toledo por atreverse a ser más místico y asceta que nadie. Ni una palabra sobre
él en los dos historiadores abulenses más próximos: Cianca y Ariz.
La Guerra Civil
última y la consiguiente postguerra me habría dado para varios capítulos, sin
necesidad de desenterrar muertos; solamente subrayando apellidos para desvelar
el organigrama antiguo de la ciudad y rastrear la huella que han dejado en el
tejido social actual. La lectura que he podido hacer recientemente de Yugo y Flechas, un periódico de combate
inencontrable que se publicó en Ávila a partir de agosto de 1936, pone los
pelos de punta. ¡Atentos, doctorandos de Historia en busca de tema!: pueden
consultarlo en la la Biblioteca Nacional.
Y no dejaría de
tratar el asunto de los dos cadáveres exquisitos de la Catedral, bueno, tres.
El de Claudio Sánchez Albornoz, un rojo católico y de derechas (hubo más), al
que los periodistas han recordado estos días como presidente de la Segunda
República en el exilio, pero sin una palabra para su condición de historiador
medievalista de primer orden (siempre prima la política), cuya casa fue
expoliada por falangistas de Valladolid y de aquí.
Y el de Adolfo
Suárez, que tuvo que estudiar Derecho por libre porque la madre no contaba con
recursos para envirlo a Salamanca; militante de Acción Católica (mi amigo Luis
Fernando acaba de pasarme una foto en la que aparece en unos ejercicios con su
misal en la mano), pasante en el despacho del gobernador Herrero Tejedor,
menospreciado por algunas de las familias de toda la vida porque era un chico
de pueblo sin futuro; y mucho más tarde, cuando ya era presidente de Gobierno,
traicionado de mala manera por los suyos, muchos de ellos de Ávila, aunque ya
sabemos que en política no existen las traiciones, sino las tomas de postura;
hoy, por fin, convertido en atractivo turístico en su tumba, junto a la esposa.
Los dos
presidentes han sido enterrados en la Catedral, pero no dentro de la Catedral,
según el matiz semántico explicado desde el Cabildo, no vaya a ser que ahora se
le ocurra a cualquier impertinente invocar la prohibición canónica de convertir
los recintos sagrados en cementerios.
Descansen en paz
los tres si los dejamos.
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