Miguel de Cervantes, mi vecino
Han
pasado diez años y acabamos de dar
sepultura a doña Catalina, la viuda de Miguel de Cervantes. Los recuerdos se me
vienen a la memoria. El día del entierro de Miguel, nuestro vecino, había
mercado en Antón Martín, y el tráfago en el barrio no se debía precisamente al
óbito. Habíamos dejado su cuerpo amortajado con el hábito de san Francisco en el convento
de Las Trinitarias. Allí se había sentido acogido en los últimos meses cuando
asistía a la misa los domingos y encomendaba a Dios, eso decía él, en el memento defunctorum a fray
Juan Gil, el trinitario de Arévalo muerto ya hacía algunos años, el que puso
fin a su cautiverio en Argel. Lope, el vecino que vivía casi enfrente de
nosotros, envidioso a ratos y siempre envidiado, no asistió al sepelio. ¡Qué se
le iba a perder a él allí, en el entierro de aquel viejo que escribía malas
comedias y peores versos! Claro, que tampoco asistíó ningún otro poeta ni amigo
del Parnaso, ¡y mira que hay poetas en este barrio, más que tabernas! Apenas una
docena de vecinos de Francos, el León y Cantarranas que en sus últimos días le
habíamos asistido y confortado.
Dos días antes nos había leído a Tello el tonelero y a mí en presencia de su mujer la dedicatoria
del último libro que le había tenido
ocupado en los últimos meses: “ Ayer me dieron la Extremaunción y
hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas
menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”
—Voy a dedicárselo al
Conde de Lemos —nos dijo— con la esperanza de que lo haga llegar a las prensas,
porque es mi mejor obra. Otra cosa ya no cabe esperar.
—¿Mejor que el Don Quijote?
—La mejor de todas cuantas
he escrito será esta historia que ya no veré impresa. Se titulará Los trabajos de Persiles. Ojalá el
producto de la venta sirva para aliviar las estrecheces en que dejo a Catalina.
Doña Catalina se apartó
para llorar sin que él la viera.
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