Las Estampas de Carlos Sánchez Pinto
La
afirmación tan repetida de que “una imagen vale más que mil palabras” se
estrella ante una realidad verbal tan viva como la de Estampas color sepia de Carlos Sánchez Pinto (Caldeandrín, 2017), un narrador
“castellano” excepcional, como acreditan los más de treinta premios literarios
conseguidos en las tres décadas que van de 1976 a 2006, algunos tan relevantes
como el Ateneo Ciudad de Valladolid (1978) con la novela Nonato, música de rabel, o el Ciudad de Badajoz (2005) con la
novela Maderas de Oriente. ¿Dónde
estriba la clave de tanto éxito, en un mundo tan difícil como el literario y en
el caso de un autor que no se considera escritor profesional, como él mismo ha
señalado en ocasiones? La respuesta es: en su rara habilidad para encontrar en
los temas etnográficos, preferentemente rurales, la fórmula para hacer que
trasciendan hacia el discurso literario con naturalidad, sin la afectación que
es frecuente encontrar en intentos de esta clase.
El
autor nos presenta en sus Estampas
algunos oficios (el zapatero, el
hojalatero, el trillero entre otros muchos), como lo hacen todavía los
azulejeros de Manises, Talavera o Sevilla, perpetuadores del trabajo de los
gremios; o aquellos almanaques, aleluyas y “aucas” de oficios que se regalaban
por Navidad o Pascua Florida. Pero en este costumbrismo de las Estampas, siempre hay un personaje
detrás del oficio, que convierte su quehacer de maestro en gesta cotidiana,
contemplada por el narrador con la admiración que procede de la mirada infantil
adoptada como punto de vista, más la compasión aportada por el sentimiento de
nostalgia. El lema que abre el libro ya advierte sobre el poder destructivo del
tiempo y sobre el peligro de que pueda acabar, incluso, con la memoria. Quiero
imaginar a Carlos recitando, en alguna de las clases de latín que compartimos
un día, aquel texto del poeta Ovidio: “Tempus edax rerum” (el tiempo que todo
lo destruye). Y procurando ahora, con su escritura que no se nos caiga encima
el mundo en que crecimos.
Otras
veces no son oficios, sino paisajes de infancia (la barbería, la casa de David
o el huerto de don Hipo y otros muchos) los escenarios que suben el telón para
que lector (espectador) asista a
historias en las que puede encontrarse con comedia, con drama o con ambas cosas
a la vez.
Ámbitos,
oficios, personajes, faenas de temporada, costumbres quedan iluminados con la
luz de una prosa que nos reconcilia con el mejor castellano clásico moderno,
gracias, también a un caudal léxico que se nos antoja inagotable.
El
lector (es mi caso) no se conforma con la recreación de este mundo vuelto a
poner en pie por Carlos Sánchez Pinto. Quiere saber más e indaga en la
toponimia que va dejando en sus páginas. Y descubre que el autor ha ido armando
en el libro algo así como unas memorias de su infancia en el pueblo de
Salvadiós (Ávila); así que, para lectores que nunca hemos podido prescindir de
interesarnos por lo que hay de ficción y de realidad en el relato, que perseguimos
la literatura de la memoria por adicción insuperable, estas Estampas color sepia son un regalo
impagable.
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