domingo, 30 de enero de 2011
sábado, 29 de enero de 2011
Vivíamos en un palacio / 14. Arenas 0 - Dioce 4
Jugábamos a un fútbol de garra y carrera, en el cual lo principal era llegar a la portería contraria por uno mismo, sin necesidad de combinar pases ni seguir estrategias. Cada uno era responsable de no dejarse robar el balón. Una jugada, hasta que la pelota salía por cualquiera de las bandas, consistía en que seis o siete jugadores de los dos equipos corrían en tropel con afán posesivo, regateando es un decir, para llegar hasta la portería donde el guardameta pasmado nunca sabía quién podía chutarle. No había áreas pintadas ni bandas ni centro del campo: todo a ojo y muy dependiente del criterio-capricho del árbitro, que solía ser uno de cuarto o quinto. La explanada que se abría en el ala Oeste del palacio era nuestro estadio. Por una de las bandas laterales daba a un pequeño barranco que lo separaba del edificio, lo que nos obligaba a desaparecer del terreno de juego (era en verdad un terreno) cada vez que el balón salía; y por la otra, lindaba con un collado de jaras, granados e higueras que disfrutábamos explorando a nuestro antojo aunque estuviera prohibido. Cada jugador se equipaba como podía: a lo sumo, unos zapatos viejos y el guardapolvo o sotanilla abiertos menos el último botón, de manera que pudiera recogerse en el cuello para no pisarse los bajos de la faldumenta. Con las botas que me habían echado los Reyes en casa, era la envidia de aquel equipo de niños desarrapados.
Don Celedonio, que todavía no era cura, jugaba con nosotros en cualquiera de los dos equipos con la sotana remangada y poniendo cuidado de no lesionarnos. Un día, cuando estábamos sin resuello después de un partido de aquellos, nos reunió y nos dijo:
-Van a venir a jugar contra nosotros los alumnos del Colegio Diocesano de Ávila, así que habrá que entrenarse para ganar.
Y durante algún tiempo cambiamos el fútbol de “a mí que los arrollo” por el de “aquí, aquí, centra, échasela”. No sé de dónde sacarían los profesores aquel equipamiento prestado con el que no hubo manera de encajar tallas y jugadores.
Y llegó el día clave. Convivencia vigilada, siempre con el miedo de que los chicos bien vestidos que olían a colonia, por muy católicos que fueran pudieran inocularnos la duda de si los de palacio estábamos en el lugar adecuado. Unos a otros nos mirábamos como bichos raros, a pesar de que los de la capital nos conocíamos. Fue aquel día cuando supe con certeza que había perdido para siempre a los amigos de mi generación, que si un día salía del palacio tendría que buscarme otros nuevos. El tiempo acabó confirmando mis temores.
El Dioce estaba recién fundado y ya era una potencia en fútbol escolar. Los hermanos Mariscal, uno de los cuales, “Yiyo”, era un delantero excepcional, nos dieron un repaso de estrategia y juego de equipo y, lo que es más grave, nos metieron cuatro a cero en medio de un griterío de ánimo a nuestro favor que no sirvió de nada. La derrota en casa fue tan humillante que aquella experiencia no volvió a repetirse a pesar del compromiso tácito que ambas partes habían contraído. Nuestros profesores debieron de pensar que la moral podía venírsenos abajo jugando con o contra aquellos chicos de nuestra misma edad que, además de rezar antes del partido como nosotros, sabían jugar al fútbol.
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miércoles, 19 de enero de 2011
José Luis Pajares edita a José Francés

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lunes, 17 de enero de 2011
González, Aznar y Andueza, asesores
Lesmes Andueza, desde que se ha jubilado, no hace otra cosa que asesorar. "Lesmes, majo, que como ahora tienes mucho tiempo, he pensado que voy a dejarte mi novela, que tú tienes buen criterio, para que le eches un vistazo antes de ver si me animo a mandarla a algún premio". Y ahí está Lesmes Andueza leyendo el tocho de cuatrocientos folios, subrayando aquí y proponiendo expresiones más propias allá, corrigiendo en fin y buscándose un lío con el amigo, porque no acaba de entrarle en la cabeza que nunca se debe corregir el original de un amigo, ni se debe pasar del "me ha parecido muy interesante" si hay algo que no te ha gustado, que lo de corregir solamente vale para las redacciones de los alumnos y no siempre.
"Mi querido amigoLesmes -ahora es el untuoso- nos sentiremos honrados si accedes a formar parte del jurado que ha de fallar el premio de poesía Cueva del Maragato de este año; bueno, ya sabes, quiero decir del comité de lectura que selecciona los treinta mejores poemarios, porque el jurado, jurado, lo vamos a formar Colinas, Andreu, Cuenca y yo (le ha faltado decir: que somos los que cobramos)". Y ahí está Lesmes Andueza levantando montoncitos con los poemarios, aquí los de verso blanco y parecido, y allí los de ritmo interno, y en este otro los de microcosmo inextricable. A Lesmes Andueza le pagan estos trabajos con algún halago o algún reconocimiento para que se sienta concernido, en la pomada, dentro, satisfecho emocionalmente; pero de dinero, nada. Así que esta mañana, cuando lo ha despertado Herrera con que el presidente Aznar ha pillado una asesoría externa de 200.000 euros y que el presidente González ya había trincado tiempo atrás otra parecida, los dos jubilados como él, Lesmes Andueza ha decidido que aquí no se vuelve a leer un puto poema sin pasar por caja: poemarios, 500 euros; novelas, a 3 euros folio; y discursos para corregir, 300. Luego, ya en razón y después de desayunar su tostada con jamón, el zumo y un café con leche, lo ha pensado mejor y ha echado la mañana a asesorar como siempre a quien se tercie. Por qué se va a comparar él, piensa, con gente de tres al cuarto.
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jueves, 13 de enero de 2011
Doña Dolores de Palacio
La calle de Vallespín en Ávila, por los años 50 del siglo pasado, era una de las arterias de la ciudad. Por ella subían los arrieros que entraban por el Arco del Puente, después de pagar el fielato, con los serones llenos de verduras para el mercado de los viernes en El Chico; por ella desfilaban los cadetes de Intendencia cuando había fiesta que celebrar; y allí habitábamos a diario los estudiantes del Instituto nueve meses al año, de octubre a junio.
La calle está hoy poblada por el recuerdo de quienes nos ayudaron a crecer en saberes y sentimientos. Y en esa galería de retratos particulares que los chicos y chicas de entonces llevamos en la cartera de nuestros corazones, ocupa lugar principal doña Dolores, la catedrática de Francés. Desde el balcón de nuestra clase de Quinto, que daba al patio de entrada, la veíamos bajar, ya algo torpe por la edad, pero siempre animosa y con buena cara, saludando al dependiente de la zapatería, al gerente del Cinema, a la viuda de Tirso el librero. Su paso, cada mañana, ponía una nota de alegría en lo cotidiano. Es deber del estudiante desear que el profesor no llegue a clase, pero en el caso de doña Dolores no se cumplía: nos gustaba verla entrar saludando: “Bonjour, mes enfants”. “Bonjour, madame”, correspondíamos, admirados de poder balbucir nuestras primeras frases en francés. Con doña Dolores conjugábamos los verbos, traducíamos, improvisábamos conversaciones y cantábamos a coro Sur le pont d’ Avignon. Y a veces teníamos con ella nuestros desahogos, “porque su marido me ha puesto un cero y mi padre me va a matar… porque don César… porque me ha castigado don Luis injustamente”, en un tiempo en el que no se habían inventado los tutores guarda-infantes.
Cada vez que he explicado a mis estudiantes de Literatura el poema Mademoiselle Isabelle, en el que Blas de Otero evoca a su profesora de Francés, se me ha aparecido doña Dolores. Ella también tenía “un mirlo debajo de la piel”, con su vez aguda y cantarina, llena de notas, imprevista. Sin que haya llegado a saberlo, sin que yo mismo lo haya descubierto hasta muchos años después, doña Dolores me enseñó, además de francés, una forma de estar clase, en la que se aúnan el respeto, la responsabilidad del magisterio y el cariño.
Doña Dolores forma parte, en fin, de lo que en mi libro Ávila de memoria, he llamado “territorio compartido” por tres generaciones de estudiantes que tuvimos el honor de ser sus alumnos. Siempre contaremos con la catedrática de Francés en la nómina de nuestros afectos.
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domingo, 9 de enero de 2011
Teoría de Pradosegar / 1. Un paisaje
Y ¿dónde dices que queda Pradosegar? es la pregunta de los amigos de Madrid, que parece que han nacido todos en el Barrio de Salamanca o en Arturo Soria. Y hay que explicarles que, desde Ávila, atravesando el Valle Amblés hasta llegar al nacimiento del río Adaja, antes de subir al puerto de Villatoro, a la izquierda... pero tened cuidado, es prerefible que paréis cuando hayáis pasado Amavida y lo contempléis desde fuera del coche... pues allí, en la falda de Serrota. La segunda pregunta siempre es ¿y tú cómo es que naciste allí? Me veo obligado a entrar en disquisiciones históricas sobre cómo y dónde nacíamos los niños cuando entonces, que no había paritorios ni maternidades ni cristo que lo fundó y las madres daban a luz en la cama de las abuelas, y además, ¿qué tiene de malo nacer en un sitio que no sea la calle Serrano de Madrid?, que lo sacáis a uno de quicio, con lo que me gusta a mi decir que soy de pueblo y las facilidades que me da para escurrirme de situaciones. Y la tercera pregunta, también obligada, es ¿y qué se puede comer por allí?, porque ya se sabe que los españoles tenemos instalada en el cerebro una guía gastronómica que no nos permite tirar de fiambrera en los viajes (a mi sí: de fiambrera, navaja y termo). Y les aclaro que por allí no hay gran cosa: si es fin de semana, en el bar de Bachiller puedes encontrar unas patatas revolconas y alguna otra tapa en plan paleto, muy autóctona... que allí cada cual se guisa lo suyo y no son mucho de estar inventando espumas ni asados, para eso hay que ir a Muñana, que es la capital, a que te la claven por comer lo de siempre. Así que no van a Pradosegar: o se quedan en los restaurantes de tenemos huevos rotos, cochinillo, cordero y, por supuesto, chuletón; o pasan de largo hacia Piedrahita o El Barco en busca de las casas de Gredos, impostadas y con ínfulas de hotelito con encanto.
Pero yo le recomiendo al viajero que pida un moscoso o diga que tiene notaría, para viajar a Pradosegar en día no festivo; que prepare la mochila con bocadillo de tortilla, algo de fruta y un trago de vino, y suba al Barrio de Arriba, allí deje el coche junto a la casa rural de Mercedes (esa sí que es rural) y emprenda el camino sierra arriba por los molinos en ruinas, hasta que el navegador de las piernas le avise de que ha llegado a su destino, que no a todos avisa a la vez. Habrá entrado en un paisaje en el que la sierra está recuperando lo que la mano del repoblador le fue restando durante siglos. Si va en primavera, verá los piornos florecidos y el espliego componiendo los colores del otro pabellón . Si prefiere el otoño, no podrá evitar la borrachera de los amarillos vibrando en el azul purísimo del cielo. Dentro de dos o tres semanas, seguramente con la nieve borrando los caminos, llegarán las cigüeñas, que ya me dirán qué se les ha perdido por estas tierras tan temprano. ¿Y en verano? Esa ya es otra historia.
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martes, 4 de enero de 2011
Jacinto Herrero y Muñoz Quirós

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